Tribuna

La Pasión en un “zoom” a sus protagonistas

Compartir

En muchas de nuestras iglesias y catedrales se conservan magníficos retablos. Son obras que imagineros y escultores de la Edad Media, del Renacimiento y del Barroco nos han legado como herencia; cada retablo es una catequesis, una glosa del Evangelio; es como un libro que facilita al pueblo sencillo la comprensión de los misterios de Dios; nadie, en efecto, se permite dudar del gran valor catequético de la imagen.



En muchos de esos retablos se escenifica la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, los diversos trances que van desde la oración del huerto de Getsemaní al drama del Gólgota; en ellos aparecen reproducidos los personajes más significativos de esas horas en que se consumó la mayor tragedia de la historia de la humanidad: la muerte del Hijo de Dios. Os propongo seguir a algunos de esos personajes como si dirigiésemos el ‘zoom’ de nuestro objetivo hacia ellos para descubrir sus entrañas, sus sentimientos, sus actitudes ante Jesucristo.

Judas y nuestras traiciones

El primero en comparecer ante nosotros es Judas Iscariote, el traidor por antonomasia. Está sentado con los doce en la última cena y reaparece en Getsemaní para dar a Jesús un beso como probable gesto de identificación ofrecido en la oscuridad a quienes habían venido para arrestar al Nazareno. Pero este le responde: “Amigo, haz aquello por lo que estás aquí”. El final de tan triste historia la conocemos y la describe Lucas en los Hechos de los Apóstoles con estremecedor realismo: “Éste, habiendo comprado un campo con el precio de su iniquidad cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. “Una muerte atroz- escribe el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo para la Cultura-  sella una vida tal vez plasmada por la ilusión y la desilusión causadas por una falsa imagen de Jesús soñado como un Mesías político y descubierto sin embargo como un maestro de horizontes demasiado altos y remotos”.

Un antifaz de nazareno colgado en la verja de la Capilla de Montesión en Sevilla. EFE

Es demasiado fácil condenar la traición de Judas ocultando bajo la capa de la comprensión nuestras propias traiciones: las protagonizadas por cónyuges fascinados por una ilusoria felicidad; las de los amigos que sólo consideran la amistad como cobertura cómplice de las propias debilidades; las de los políticos que saben que mienten cuando se llenan la boca de promesas que no van a cumplir; las de los intelectuales que se revisten de falsa dignidad hablando de verdad para vender sus sartas de mentiras; las de los religiosos que abusan de los menores disfrazando de cariño lo que no es más que patética lujuria.

Las manos de Pilatos

Otra figura emblemática y por eso muy representada en el arte antiguo es el gobernador Poncio Pilato del que los relatos evangélicos ofrecen un retrato más bien benévolo; Mateo, por ejemplo, se esfuerza en demostrar una cierta buena disposición del pagano romano contraponiéndola a la perversa hostilidad del populacho azuzado por los escribas. De él se han destacado dos cosas: su pregunta “¿Qué es la verdad?” y la escena en que se lava las manos proclamando ante la chusma vociferante: “Soy inocente de la sangre de este justo”. Un gesto vinculado a la tradición bíblica y no a las costumbres romanas pero que ha sido interpretado como expresión de quien no quiere implicarse, de quien se zafa de sus responsabilidades, de quien no quiere asumir los retos.

Hay mucho de Pilato en todos y cada uno de nosotros: indecisión, cobardía, oportunismo. Rehuimos, por ejemplo, compromisos ineludibles en el combate para detener la catástrofe climática porque nos amparamos en la  falsa idea de que nada podemos hacer; no queremos asumir nuestra colaboración para luchar contra las desigualdades  de nuestra sociedad; nos deja indiferentes que mueran de hambre millones de niños mientras despilfarramos alimentos y abusamos de bienes de consumo del que tantos hermanos y hermanas nuestras carecen dramáticamente;  las muertes de emigrantes en el Mediterráneo están más lejanas de nuestras preocupaciones que la propia geografía. Ante estos y otros dramas nos lavamos las manos como el gobernador romano.

Los ojos de Pedro

Un tercer personaje clave en estos trágicos momentos de la vida de Jesús es Pedro el pescador, el fogoso discípulo que le asegura que está dispuesto a ir con él hasta la cárcel y la muerte y que no duda en usar la espada para defender a su admirado Maestro ante el asalto de sus perseguidores. Pero premonitoriamente el Maestro le predice: “No cantará hoy el gallo antes de que hayas negado tres veces que me conoces”. Todos sabemos el resto de la historia y la cobardía de Pedro ante la doncella que le reconoce como seguidor del galileo. Pero el evangelista Lucas añade un detalle conmovedor: “El Señor volviéndose miró a Pedro y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho y saliendo afuera lloró amargamente”.

Dejadme que ceda la palabra para comentar este momento a mi querido arzobispo el cardenal Blázquez: “No fue una mirada de venganza -escribe-, sino de compasión. Jesús sabe lo que hay en el corazón del hombre y por ello ante la seguridad de que alardeaba Pedro Jesús le previno y ahora sin rencor le reconviene. En ese momento de la pasión el lenguaje de la mirada es sumamente elocuente. Los ojos de Pedro ya no son altaneros sino humildes y la mirada de Jesús comprende la fragilidad y perdona ofreciendo nuevamente la amistad al discípulo que cobardemente terminaba de distanciarse del Maestro”.

Un cofrade confinado sale al balcón de su casa en Sant Lluís, Menorca. EFE

Otro maestro de la literatura y paisano mío José Jiménez Lozano, recientemente fallecido, glosa también este momento clave: “El detenido, maniatado, cruzó cerca del grupo muy despacio a poca distancia de la hoguera y precisamente por donde estaba Pedro y su amigo Jesús, el detenido, alzó los ojos y le miró. Pedro sostuvo la mirada casi todo el tiempo aunque antes de dejarle de mirar Jesús bajó la cabeza y así estuvo. Tuvo que hacer mucho esfuerzo para echar a andar y salir fuera del palacio. No dio muchos pasos más allá de la puerta y allí encontró la pared por la parte de fuera, ya no pudo contener el llanto, apoyado sobre la pared”.

Añadiré aún un tercer comentario a este intercambio de miradas. Lo escribió mi maestro el sacerdote José Luis Martín Descalzo en su espléndida biografía “Vida y Misterio de Jesús el Nazareno” cuya lectura os recomiendo vivamente: “Cuando el gallo cantó por segunda vez- escribe José Luis- fue para Pedro como un relámpago que iluminara hasta las entretelas de su alma. Y, en un segundo, midió la hondura de su traición. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar. Justamente en aquel momento Jesús, maniatado, golpeado por quienes le conducían pasaba delante de él. Y volviéndose el Señor miró a Pedro. No debió ser una mirada de reproche sino de infinita compasión. Pero Pedro se sintió sobrecogido. Cuando quiso devolver esa mirada Jesús ya se había alejado entre empellones. Y Pedro sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas”.

Habréis notado la coincidencia de los autores citados en subrayar que la de Jesús fue una mirada de compasión. La misma que veinte siglos más tarde el Señor vuelve a dirigirnos a cada uno de nosotros después de nuestras numerosas y vergonzosas traiciones.

Miembros de la Hermandad de la Parroquia de Nuestro Señor de Candelaria decoran la entrada de la iglesia en Ciudad de Guatemala (Guatemala). EFE

¿Cómo calificar de otra manera nuestra actitud cuando negamos no con palabras sino con hechos nuestra condición de cristianos? ¿Cómo podemos auto justificarnos cuando escondemos ante los demás los compromisos de nuestra fe en la vida privada y pública? ¿Cómo no rompemos en lágrimas cuando damos la espalda a Cristo y nos refugiamos en  ficticias formas “religiosas” entre comillas que nos sirven para ocultar nuestra cobardía o nuestra tibieza en afirmar nuestra fe?

Pedro lloró amargamente su traición. El Papa Francisco ha repetido en innumerables ocasiones que la humanidad de hoy, los hombres y mujeres de nuestra época moderna, hemos perdido el don de las lágrimas, la bendita capacidad de llorar por nuestros pecados, por nuestras debilidades, por esa “globalización de la indiferencia” que nos hace insensibles a las tragedias de nuestros hermanos y hermanas. No lloremos epidérmicamente como ante una romántica historieta de amor o ante un triunfo deportivo, no; pidamos a Dios el llanto profundo, acompañado de arrepentimiento y de una voluntad firme de no volver a las andadas que nos conducen a la insensibilidad ante nuestros cotidianos fallos, ante nuestra  tímida respuesta al amor y a la misericordia de Dios. Él nos mira con compasión y nos renueva su amistad, siempre.

Otros positivos y negativos

En los retablos que inspiran estas reflexiones aparecen otros personajes positivos y negativos. Entre los primeros la Verónica, esa mujer audaz que se abre paso entre las turbas para enjuagar el rostro del Nazareno y que recibe como recompensa su efigie reflejada en el paño empapado de sudor y sangre. O Simón de Cirene, el campesino padre de Alejandro y de Rufo que asume a la fuerza el encargo de cargar con la cruz que ha hecho caer de bruces al condenado a muerte camino del Calvario. O las piadosas mujeres de Jerusalén que asistían a los condenados a muerte y preparaban brebajes calmantes para disminuir los sufrimientos de los condenados.

Una vecina del barrio del Cabañal (Valencia) aplaude desde su balcón engalanado con motivos religiosos. EFE

Ellas, como relata el evangelista Lucas, “se dolían y se lamentaban por él”. Y Jesús se dirige a ellas con estas estremecedoras palabras: “No lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!”. Palabras proféticas como se revelará años más tarde con la terrible destrucción de Jerusalén en los años 70 decretada por el emperador Tito y ejecutada con extremada crueldad por las legiones romanas.

Otro grupo que reclama nuestra atención es el de los sumos sacerdotes, los escribas y ancianos del pueblo, los miembros del Sanedrín, Anás y Caifás responsables en un primer grado de la condena a muerte de Jesús. Antes de desarrollar este tema es necesario recordar la declaración del Concilio Vaticano II sobre la responsabilidad del pueblo judío. En la declaración conciliar “Nostra Aetate” se afirma lo siguiente: “Aunque las autoridades judías con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo lo que se perpetuó en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy”. Sabia advertencia que nos protege de toda tentación de antisemitismo en unos momentos de nuestra historia en que no faltan quienes, incluso declarándose cristianos, vuelven a esgrimir consignas y amenazas contra el pueblo de Israel o contra los que antes, durante siglos, fueron llamados “pérfidos judíos”.

Mensajes escritos en una mascarilla y en los ramos de flores colgados en la reja de la Basílica de Santa María de la Esperanza Macarena en Sevilla. EFE

Esto no obstante los relatos evangélicos nos muestran cómo los dirigentes religiosos, los sumos sacerdotes y los escribas, manipularon a la chusma para que, como testifican los evangelios, “insistieran a grandes voces que Jesús fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes”. No fue la primera vez en la historia y no será, por desgracia, la última en que los líderes de algunas religiones las pervierten y las transforman en máquinas de guerra. Hoy asistimos a ciertas formas de terrorismo que quiere justificarse con soflamas falsamente apoyadas en unos principios torticeramente interpretados. El año pasado el Papa Francisco y el Gran Imán de la Universidad cairota de Al- Azhar, suprema autoridad de los musulmanes sunitas, firmaron en Abu Dabi una declaración conjunta sobre la Fraternidad Humana que descabalga de toda credibilidad la falacia de la religión como arma bélica.

“Declaramos firmemente -se dice en este texto históricamente fundamental- que las religiones no incitan nunca a la guerra y no instan a sentimientos de odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia o al derramamiento de sangre. Estas desgracias son fruto de la desviación de las enseñanzas religiosas, del uso político de las religiones y también de las interpretaciones de grupos religiosos que han abusado -en algunas fases de la historia- de la influencia del sentimiento religioso en los corazones de los hombres para llevarles a realizar algo que no tiene nada que ver con la verdad de la religión, para alcanzar fines políticos y económicos, mundanos y miopes…Por esto nosotros pedimos  a todos que cese la instrumentalización de las religiones para incitar al odio, a la violencia, al extremismo o al fanatismo ciego y que se deje de usar el nombre de Dios para justificar actos de homicidio , exilio, terrorismo y opresión”.

Crucificado con Dimas y Gestas

Volvamos de nuevo a nuestro simbólico retablo y fijemos nuestra mirada sobre un detalle importantísimo: también él como el de nuestras catedrales e iglesias está coronado por la escena de la Crucifixión en la que contemplamos al Señor clavado en la cruz rodeado de dos ladrones a los que la tradición ha dado el nombre de Dimas, el bueno, y Gestas, el malo; al pie del madero ensangrentado están María su Madre, Juan el discípulo amado, María Magdalena y otras mujeres.

Imaginemos la escena: con el fondo del crepúsculo sobre la colina del Gólgota domina el macabro espectáculo de las tres cruces; en la del medio Jesús agonizante que pronuncia o grita sus siete últimas palabras. Sobre la parte alta del madero los soldados han colgado una inscripción que resumía sintéticamente la causa de su condena. Los cuatro evangelistas concuerdan casi milimétricamente en trascribirla. Según San Juan decía: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”, en latín “Iesus Nazarenus Rex Iudeorum” recogida por artistas de todos los tiempos en el apócrifo “INRI”. Una piadosa tradición quiere que la tabla escrita con esta palabra se conserve en la Basílica romana de la Santa Cruz. Pero es una de las muchas leyendas ligadas a la pasión del Señor. Poco importa ahora ese detalle.

Un vecino deja una estampa en la puerta de la parroquia de Concepción Inmaculada de Sevilla. EFE

Antes de ser crucificado Jesús ha sido sometido a las más atroces suplicios y humillaciones. Con evidente exageración las ha retratado el director australiano Mel Gibson en su famoso y discutible filme “Pasión”. Pero la brutalidad de la crucifixión es un hecho que no se puede discutir ni minusvalorar. Ya el historiador romano Flavio Josefo en su libro “La guerra judía” la definía como “un sufrimiento intolerable, la más penosa de las muertes”. Estaba reservada sólo a los malhechores  que el derecho imperial consideraba más peligrosos y dañinos para la sociedad. Por eso cuando el Viernes Santo contempléis el paso que la representa con admirable realismo no dejéis de sobrecogeros porque ahí está la prueba más admirable del amor de Dios al mundo.

San Pablo con una de sus fórmulas intensas y apasionadas afirma en su primera Epístola a los Corintios: “Así, mientras los judíos piden señales y los griegos sabiduría nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los paganos; más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. Y en un versículo anterior ya había escrito: “La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden pero para los que se salvan- para nosotros- es fuerza de Dios”.

A los incrédulos o a los fieles de otras religiones les resulta sumamente extraño, les desconcierta que los cristianos rindamos tanta veneración a la Cruz; es algo que no puede entrar en sus categorías mentales. Quizás les ayudará a comprenderlo mejor leer y meditar estos versos de una santa tan nuestra como Teresa de Ávila proclamada Doctora de la Iglesia por el Papa Pablo VI en el año 1970. A una de sus poesías “El camino de la Cruz” escribe la santa:

“En la cruz está la vida y el consuelo

y ella sola es el camino para el cielo.

Después que se puso en la cruz el Salvador

en la cruz está la gloria y el honor.

Y en el padecer dolor, vida y consuelo

y el camino más seguro para el cielo”

Cristo mira al cielo. ¿Cuántas veces cualquiera de nosotros no ha mirado a lo alto sin poder ver solución a sus problemas o demandando una ayuda que muchas veces no vemos?. Es una pregunta que deliberadamente dejo sin respuesta para que cada uno de vosotros se interrogue en lo más profundo de su corazón. Y desearía que la respuesta signifique una identificación entre los ojos que contemplan y la belleza contemplada.

Quisiera ayudaros a ahondar algo más en lo que podríamos llamar el “escándalo” de la cruz o si lo preferís “el misterio de la cruz” que se ha convertido en uno de los símbolos fundamentales de la cristiandad de todos los siglos. Viniendo de Roma me permito evocar un episodio que transformó el significado del madero en que fue crucificado Cristo: el 28 de octubre del año 312 el emperador Constantino derrotó en la batalla del Puente Milvio a su cuñado y rival Majencio que amenazaba con invadir Roma y arrebatarle sus pretensiones al trono que ambos se disputaban.

Unos vecinos del popular barrio del Cerro del Águila en Sevilla asomados en un balcón adornado. EFE

Según el historiador Eusebio de Cesarea, esa noche Constantino tuvo una visión durante la cual se le apareció una cruz y oyó las palabras “In hoc signo vinces” (con este símbolo vencerás). Otra versión es que el emperador, antes de enfrentarse a las huestes de su enemigo, vio en el cielo la cruz y las palabras. Poco importa, lo decisivo es que ganó la batalla. Al año siguiente proclamó con el Edicto de Milán que el cristianismo era la nueva religión del imperio, abolió la crucifixión como pena capital y después de que su madre Santa Elena trajese a Roma los restos de la cruz encontrados en Jerusalén introdujo el culto de Exaltación de la Santa Cruz que la liturgiasigue celebrando cada año.

Cuando se repite el dicho medieval “per crucem ad lucem” (a través de la cruz hacia la luz) se enuncia una verdad teológica de primer orden porque fue el sacrificio de Cristo en el Calvario la expiación que Dios pedía para reconciliarse con el mundo del pecado y del mal. La Cruz y la Pascua están íntimamente ligadas o si queremos otra expresión popular “la cruz es la escala que nos hace subir al cielo”. Lo formuló a la perfección Edith Stein, la judía convertida que se hizo carmelita y murió en el campo de concentración de Auschwitz: “La Cruz – escribió- no es un fin en sí misma. La Cruz se perfila hacia lo alto y sirve como anuncio de lo alto, símbolo triunfal con el que Cristo llama a las puertas del cielo y las abre de par en par. Entonces irrumpen los destellos de la luz divina sumergiendo a todos los que siguen al Crucificado”.

María dolorosa

Sé que no me perdonaríais si mi pregón no dedicase su última parte a una figura excelsa, la de María la Madre de Dios. Ella “stabat” (estaba en pie habría que traducir esta palabra latina) junto a la cruz asistiendo a la agonía de su amado hijo, sufriendo hasta el delirio por no poder arrancarle de sus sufrimientos, herida en su corazón con esa espada que le había profetizado el anciano Simeón durante la ceremonia de presentación de Jesús en el templo.

Un monje Franciscano de la iglesia de Capuchinos de Córdoba. EFE

“Stabat mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa” (Estaba la Madre dolorosa llorando junto a la cruz) es el primer verso de una secuencia medieval atribuida a Jacopone di Todi y llevada a una partitura musical por el genio de Giovanni Battista Pergolesi que os recomiendo escuchéis en estos días.

El dolor de la Virgen en esas terribles horas en que ve a su hijo escarnecido y torturado es casi imposible de describir. Lo intentó el gran poeta palentino Diego Goméz Manrique de Lara:

“Entre tus penas extrañas

Y dolores tan crudos

Siete cuchillos agudos

Traspasaron tus entrañas”

Por eso los imagineros han hincado en su pecho siete agudos puñales. La piedad, la religiosidad popular ha rendido siempre un culto muy especial a estas Vírgenes, llámense de las Angustias, de la Amargura, de la Soledad, de los Dolores. Son las imágenes que vais a ver desfilar dentro de unos días por vuestras calles. A Esa Madre dolorosa que acompaña al hijo crucificado vais, sin duda, a dirigir vuestros ojos tal vez empañados de lágrimas. Si, ella  conoce bien nuestros sufrimientos: el de esas madres angustiadas por el oscuro provenir que nuestra egoísta sociedad ofrece a sus hijos; el de esos padres que se han quedado sin trabajo  o saben que su salario cada vez más mezquino no alcanza para llegar a fin de mes, el de tantos jóvenes desquiciados en la búsqueda de un felicidad artificial a base de drogas o de botellones, el de tantos ancianos que viven en soledad, el de los enfermos o discapacitados.

Nuestra mirada se dirigirá a ella y con las palabras de la Salve le pediremos que vuelva a nosotros “esos tus ojos misericordiosos” y pondrá sobre nuestros dolores físicos o espirituales el bálsamo de su amor materno.