Tribuna

La guerra invisible de Ucrania: un país en ‘shock’ permanente

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Todo un país en ‘shock’. Literalmente. Y sin excepción. Después de casi dos años de guerra, poner un pie en Ucrania me ha permitido reafirmarlo. Durante una semana he podido tocar tierra en Kiev y Lviv. La pregunta se me viene una y otra vez: ¿para qué sirve pedir más armas?, ¿para qué continuar con esto? Nadie va a ganar, todos pierden. Es un sinsentido.



Lo he palpado en el cementerio de Lviv, donde han tenido que improvisar un camposanto del que no se ve el final y en el que no hay tiempo ni para enterrar en condiciones a los soldados. Todos los días llegan cadáveres y solo con echar un vistazo a sus fotos ves que son veinteañeros y treintañeros. Cuando levantas la mirada, ves a las familias que se acercan para rezar y se te corta el alma. Ahí es donde verdaderamente te das cuenta de que en una guerra no mueren cifras, sino personas. Lloré con ellos y por ellos.

Después de la hecatombe inicial con la invasión rusa, los ataques indiscriminados y la emergencia humanitaria, ahora los ucranianos han entrado en otra fase de una “guerra invisible”. O lo que es lo mismo, salvo en las zonas de trinchera, en las ciudades y pueblos se vive una aparente normalidad porque ya no hay problemas significativos de desabastecimiento. Solo aparente normalidad. La gente va a sus trabajos sin inmutarse ya por las sirenas antimisiles, hay alguna que otra luz navideña…

Pero en cuanto rascas un poco sobre esa fachada, todo se resquebraja. Todo ucraniano tiene a alguien que ha muerto en esta guerra, lo que se traduce en una tragedia colectiva, un dolor comunitario. Por ejemplo, si alguien se casa, se celebra la misa, acuden al banquete, pero ya no hay baile. Nadie quiere bailar, porque todos han sufrido un mordisco paralizador en su corazón y les ha arrebatado la esperanza y la alegría.

Agotados anímica y espiritualmente

Cuando paseas por la calle, prácticamente ves que solo hay mujeres y niños, porque todos los hombres entre 18 y 60 años están en el frente. Los que han retornado de la batalla están completamente destrozados. A ellas se las ve hundidas y los niños están traumatizados. La violencia directa o indirecta que todos han padecido les está generando unos traumas que se traducen en depresiones, alteraciones anímicas, desesperación, rupturas familiares…

Nuestros sacerdotes y religiosos tampoco son ajenos. Primero, porque también ellos tienen a los suyos en el frente o han fallecido. Pero porque son quienes absorben el dolor de todos, porque buscan en los curas el descanso de sus hecatombes personales. Están agotados en todos los sentidos, anímica y espiritualmente.

(…)

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