Tribuna

Jesús, el Hombre de las fronteras

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Nació en las afueras del Imperio Romano. Un país orgulloso de sus tradiciones y fiel a su monoteísmo, aunque rodeado de culturas politeístas. Para su predicación en los tres años de vida pública, prefirió las tierras periféricas. Jesús de Nazaret, el Hijo del Dios que derriba “de sus tronos a los poderosos” y levanta a “los humildes”, el Dios que eligió como protagonista para salvar a la humanidad a una joven de catorce años procedente de Galilea, durante su existencia terrena fue un hombre de frontera.



Desde el principio su vida estuvo marcada. María y José, obligados a viajar a causa del censo, abandonaron Nazaret para llegar a Belén. La falta de un lugar alejado de miradas indiscretas les obliga a buscar un refugio improvisado en una de las cuevas utilizadas como establos. Aquí, en absoluta precariedad, nace el “Rey de Reyes”, el Mesías, Hijo del Todopoderoso, reducido a la impotencia y dependiente de los cuidados de una madre y de un padre, como todo recién nacido.

Pasan unos meses, y al celebrarse la Navidad, se tiñe de rojo sangre. Es la sangre de los inocentes, víctimas del rey Herodes, que hizo matar a todos los niños de Belén menores de dos años para deshacerse del Mesías. Jesús se salva. Él y su familia viven la experiencia de muchos migrantes y refugiados. Abandonan su país, cruzan la frontera, se adaptan a vivir entre otro pueblo con cultura y tradiciones diferentes. Sobreviven gracias a la hospitalidad de los egipcios.

El Nazareno da sus primeros pasos lejos de las capitales políticas y religiosas. Es un Rey que nació en la humildad y el secreto, recibiendo el reconocimiento de los marginados, de los pastores que vivían fuera de los pueblos con sus rebaños y eran nómadas de los que había que mantenerse alejado.

Tras décadas de vida oculta en Nazaret, Jesús comienza su vida pública. Y su predicación comienza en las afueras de Galilea, una región vista con desprecio por los judíos, porque era un lugar de mezcla de gente y donde vivían poblaciones extranjeras. Tierra de paso y de intercambios comerciales. Es multicultural y multilingüe, donde razas, culturas y religiones se cruzan y se encuentran. Es la “Galilea de los gentiles” (Isaías), la tierra favorecida por el Hijo de Dios, que elige como base una aldea de pescadores, Cafarnaúm, ese “Mar de Galilea” que junto con sus apóstoles casi todos pescadores, navegarán a lo largo y ancho viajando en barca. Y además de entrar y enseñar en las sinagogas, Jesús se encuentra con la gente en la calle, en los cruces de caminos, en la orilla del lago o mientras se desplaza de un pueblo a otro acompañado de sus seguidores.

Jesús se contagia

La predilección del Hijo de Dios es por los marginados, por los que son o se sienten rechazados, por los excluidos y por los parias. Jesús llama a los recaudadores de impuestos, como Mateo o al jefe de ellos de Jericó, Zaqueo. No solo les habla, sino que les hace gestos que rompen con las tradiciones de la época al acudir a sus casas. No tiene miedo de cruzar los umbrales de los hogares paganos, no tiene miedo de tocar a los “impuros” porque están enfermos o porque son pecadores. Jesús entra en contacto con ellos, se “contagia”. Les dice a los seguidores que lo acompañan –sin comprender del todo su mensaje– que ha venido por los pecadores, no por los justos.

Para los enfermos, no para los sanos. Así cura a la mujer hemorroísa “impura” que toca el borde de su manto; abraza al pecador empedernido y corrupto Zaqueo, que se convierte porque está inundado de esta infinita misericordia; salva de la lapidación y perdona a la mujer sorprendida en acto de adulterio, ahuyentando a las personas “rectas” que estaban dispuestas a arrojarle piedras; en casa del fariseo Simón se deja lavar y secar los pies por la mujer pecadora cuyos pecados perdona porque “ha amado mucho”. Está dispuesto a entrar en casa de un pagano, el centurión romano, que le ruega que cure a su siervo, y tras definirse como “no digno” de acoger al Mesías en su casa, Jesús lo señala como modelo a sus discípulos diciendo no haber encontrado tanta fe en ningún miembro del pueblo escogido de Israel. Enfermos, lisiados y endemoniados son su pan de cada día, la gente que encuentra en los caminos polvorientos de los pueblos galileos. Va a buscar a los que no se sienten “bien”, a los que viven turbados, a los que están fuera.

Jesús, también en la Galilea de los gentiles, vive en la frontera porque no se deja atrapar por los proyectos de los rebeldes que querrían utilizarlo como bandera en la lucha contra los romanos. Aquí surgió la decepción del apóstol Judas, que hasta el final esperó una “manifestación” mesiánica acompañada del poder mundano. Cada vez que las multitudes quieren coronarlo rey, el Nazareno huye, se esconde en los confines de las fronteras, porque el Reino de Dios que vino a anunciar está en este mundo, pero no es de este mundo. Renuncia al poder eligiendo el camino de la humillación, de la humildad, del compartir con los últimos y los más pequeños.

El último capítulo de esta historia, la muerte en la cruz, sucede fuera de los muros de la Ciudad Santa de Jerusalén. Desnudo y descartado como un hombre infame, acepta morir como un cordero inmolado sin reaccionar, mostrando así a sus seguidores el camino de la no violencia. La muerte en la cruz parecía la mayor derrota, el miserable final de todo. Y en cambio, al tercer día resucita, como había predicho.

El Hijo de Dios que nunca abusa de la libertad del hombre dejando siempre suficiente luz para quienes quieren creer y suficientes tinieblas para quienes no quieren creer, deja que lo vean primero las mujeres. No se aparece a Herodes, ni a Pilato, ni a los sumos sacerdotes. Se muestra ante las mujeres cuyo testimonio en la sociedad machista de la época no valía nada ante los tribunales. Una vez más da la vuelta a cualquier lógica humana.


*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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