Tribuna

Iglesia, no te canses de anunciar a Cristo

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Dicen que las buenas noticias no se propagan como las malas, pues estas últimas casi siempre son de mayor interés y seducción. Sobre todo cuando, en ellas, el escándalo y la honorabilidad de las personas se pone en tela de juicio. Pero, la Iglesia no se cansa de dar señales de buenas noticias y, después del inicio de la pandemia del coronavirus, el papa Francisco, en la Plaza San Pedro (15 de mayo), pudo anunciar la canonización de diez nuevos santos.



Entre los nuevos canonizados se encuentra: María de Jesús Rubatto, italiana, que murió en Uruguay, donde fundó su congregación y se constituyó en la primera santa “oficial” de ese país. También hay dos santos, el padre Titus Brandsma, carmelita, que murió a causa del odio de los nazis y un laico, Lázaro, que fue víctima de los hinduistas radicales. Pero, quizás, el más destacado y controvertido es Charles de Foucauld, que poco a poco, se fue convirtiendo y entregándose a la causa del evangelio. Vivió en Argelia y, en su humilde choza o ermita, encontró la muerte a manos de un musulmán.

Durante la ceremonia, el Papa aludió a la santidad de vida y a la necesidad de dar un buen testimonio, con la simplicidad de lo cotidiano: “La santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos…”.

Espectadores y testigos

Sin duda que, como creyentes, estas noticias nos alegran y las palabras del Papa son un acicate para el alma, pero también somos conscientes de que, en este último tiempo, la indiferencia hacia la Iglesia y sus miembros es mayor. En tiempos en que somos espectadores y testigos de una guerra, entre Ucrania y Rusia, constatamos las consecuencias de esta y la situación que viven y sufren los refugiados. Todos se lamentan y maldicen la guerra o al propio Putin, pidiendo para el líder ruso las penas del infierno. Desde luego, que muchos no comparten que las relaciones entre las naciones deban resolverse de esta forma, pero en medio de esta “jauría”, otros la justifican, como el apoyo irrestricto al conflicto del patriarca ortodoxo ruso, Cirilo. Lo cierto es que todo es muy lamentable.

No obstante, la Iglesia Católica no cesa de ser profética al dar signos de vida y al ofrecer su solidaridad por medio de parroquias, instituciones o colegios que acogen y asisten a miles de refugiados. Pero como siempre aquello no es noticia y los medios de comunicación tampoco lo divulgan; por tanto, con mayor razón, las palabras del Papa durante la ceremonia de canonización confirman la responsabilidad de la Iglesia para anunciar las “Buenas Nuevas”, con la entereza de Espíritu y la alegría de sentirnos “vivos”, y de no callar su voz a pesar del momento que vivimos.

La pérdida de credibilidad

Porque de un tiempo a esta parte, los escándalos y los malos testimonios de algunos han sepultado o silenciado a muchos pastores, religiosos y laicos, que, por vergüenza, temor u otras razones se abocan a decir, desde sus púlpitos, “lo justo y necesario” o “el discurso políticamente correcto”. Hoy, son pocos los que se atreven a denunciar o ser profetas en nombre de nuestra Iglesia Católica. Sin duda, que la voz de la Iglesia carece del peso testimonial más allá de sus argumentos y sus enseñanzas. Cada vez tiene menos incidencia en la opinión pública y su “mensaje” da exactamente lo mismo. Porque, ha perdido credibilidad, no por su contenido, sino por sus interlocutores. Nadie quiere obviar esta realidad ni menos dejar de reconocerla, pero se llegó a una instancia en que “el clero se está viendo condicionado a decir su opinión en el espacio público” y a medida que pasa el tiempo, la situación se agudiza.

En un contexto democrático donde supuestamente se respeta la libertad de expresión y de culto, la Iglesia como institución no debiera limitarse, porque “debe” dar su visión de mundo al resto de la sociedad, pues ella por ser profética posee un valor intrínseco que se revela en su misión. En efecto, ha de decir todo aquello que es un aporte al bien común. Por tanto, en una sociedad abierta y moderna, esa debería ser una exigencia para cualquier institución, no solamente para la Iglesia. Además, se supone que, en una sociedad democrática, es necesario escucharse y dialogar con respeto mutuo.

Responsabilidad de la Iglesia

Solo por dar un ejemplo, la jerarquía de la Iglesia, en Chile, ha hecho una declaración criticando un artículo del borrador de la nueva constitución, el que permitiría el “aborto libre”. Para la Iglesia el “no nacido” es un sujeto de derecho, especialmente del derecho a la vida. Es decir, la Iglesia tiene el “deber” de expresar su parecer, sobre todo cuando esta protege a personas inocentes e indefensas. Sin embargo, tampoco podemos cerrar los ojos, porque la jerarquía de la Iglesia tiene que hacerse cargo de sus errores como también al pronunciarse sobre ciertos temas morales como el aborto, la eutanasia, la adopción homoparental o el matrimonio homosexual, pues estos tópicos generan muchas resistencias, más cuando la propia Iglesia se ha visto involucrada en temas de abusos.

A pesar de todo, es claro que la Iglesia debe manifestarse y no renunciar a clarificar las conciencias, pero también, no puede obligar a aceptarlas a quienes no están de acuerdo con ello. Además, hace rato que su mensaje y opinión perdieron aquel sitial como garante y referente moral ante la sociedad.

Más allá de estas salvedades, pensar que la “voz” de la Iglesia está cancelada por el comportamiento de algunos o porque su incidencia en la opinión pública es nula sería muy injusto y casi un acto de cobardía para quienes aún denuncian, enseñan, trabajan y son verdaderos santos anónimos. Si las instituciones no pudieran ejercer su rol y voz, por la conducta ética de sus miembros, entonces ninguna podría estar en pie.

Por tanto, si hay algo que no ha de ser amilanado en nuestra Iglesia es su capacidad de alzar su voz profética. Pretender que su “mensaje” sea dicho únicamente por obispos, sacerdotes, religiosos o laicos intachables es un acto pueril y de intolerancia por una parte de la sociedad que todavía no sabe en qué consiste la santidad de vida y sus efectos. Sabemos que la santidad de la Iglesia como su “palabra o mensaje” pueden estar condicionadas por los defectos de sus miembros. Pero bajo ningún caso es so pretexto para que su voz sea silenciada y no se pronuncie por no sentirse con autoridad moral o saber qué decir al mundo.