Tribuna

El carácter definitivo de la doctrina de ‘Ordinatio sacerdotalis’

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“Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí solo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” ( Juan , 15, 4). Si la Iglesia puede ofrecer vida y salvación a todo el mundo, es gracias a sus raíces en Jesucristo, su fundador. Este enraizamiento tiene lugar principalmente a través de los sacramentos, con la Eucaristía en el centro. Instituidos por Cristo, son los pilares fundantes de la Iglesia que la generan continuamente como su cuerpo y su esposa. Íntimamente vinculado a la Eucaristía es el sacramento del Orden, en el que Cristo se presenta a la Iglesia como fuente de su vida y de su obra. Los sacerdotes están configurados “con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo, cabeza de la Iglesia” ( ‘Presbyterorum ordinis’, n. 2).

Cristo quiso conferir este sacramento a los doce apóstoles, a todos los hombres, quienes, a su vez, lo comunicaron a otros hombres. La Iglesia siempre se ha reconocido en esta decisión del Señor, que excluye que el sacerdocio ministerial pueda conferirse válidamente a las mujeres. Juan Pablo II, en su carta apostólica ‘Ordinatio sacerdotalis’, del 22 de mayo de 1994, mostró que “para eliminar cualquier duda sobre un asunto de gran importancia concerniente a la misma constitución divina de la Iglesia” y “en virtud de [su] ministerio” para confirmar la fe a los hermanos”(ver Lucas, 22, 32) y declaró “que la Iglesia de ninguna manera tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (4). La Congregación para la Doctrina de la Fe, en respuesta a una duda sobre la enseñanza de la ‘Ordinatio sacerdotalis’, reiteró que se trata de una verdad que pertenece al depósito de la fe.

La esencia de la doctrina

En este sentido, es motivo de gran preocupación después de que hayan surgido en algunos países voces que cuestionan la esencia de esta doctrina. Para argumentar que no es definitivo, se argumenta que no se definió ‘ex cathedra’ y que, por tanto, una decisión posterior de un futuro Papa o consejo podría revocarla. Sembrar estas dudas crea una seria confusión entre los fieles, no solo sobre el sacramento del orden como parte de la constitución divina de la Iglesia, sino también sobre el magisterio ordinario que puede enseñar la doctrina católica de manera infalible.

En primer lugar, en lo que respecta al sacerdocio ministerial, la Iglesia reconoce que la imposibilidad de ordenar a las mujeres pertenece a la “sustancia del sacramento” del orden (véase Denzinger-Hünermann, 1728). La Iglesia no tiene capacidad para cambiar esta sustancia, porque es precisamente a partir de los sacramentos instituidos por Cristo que se genera como Iglesia. No es solo un elemento disciplinario, sino un elemento doctrinal, en cuanto concierne a la estructura de los sacramentos, que son el lugar original del encuentro con Cristo y de la transmisión de la fe.

Por lo tanto, no estamos ante un límite que impida que la Iglesia sea más efectiva en su actividad en el mundo. Si la Iglesia no puede intervenir, de hecho, es porque el amor original de Dios interviene en ese punto. Él está obrando en la ordenación de los sacerdotes, para que en la Iglesia siempre haya, en cada momento de la historia, una presencia visible y eficaz de Jesucristo “como principal fuente de gracia” (‘Evangelii gaudium’, n. 104).

El ser hombre

Conscientes de que no podemos cambiar esta tradición, porla obediencia al Señor, la Iglesia también se esfuerza por profundizar su significado, ya que la voluntad de Jesucristo, que es el Logos, nunca es insignificante. El sacerdote, de hecho, actúa en la persona de Cristo, esposo de la Iglesia, y su ser hombre es un elemento indispensable de esta representación sacramental (ver Congregación para la Doctrina de la Fe, ‘Inter Insigniores’, n. 5).

Por supuesto, la diferencia en la función entre hombre y mujer no conlleva ninguna subordinación, sino un enriquecimiento mutuo. Basta recordar que la figura consumada de la Iglesia es María, la Madre del Señor, que no recibió el ministerio apostólico. Así vemos que lo masculino y lo femenino, el lenguaje original que el creador ha inscrito en el cuerpo humano, se asume en el trabajo de nuestra redención. Precisamente, la fidelidad al diseño de Cristo en el sacerdocio ministerial permite, entonces, profundizar y promover aún más el papel específico de las mujeres en la Iglesia, dado que “en el Señor, ni el hombre es sin la mujer, ni la mujer es sin hombre “(Corintios’, 11, 11). Además, se puede arrojar una luz sobre nuestra cultura, que lucha por comprender el significado y la bondad de la diferencia entre el hombre y la mujer, lo que también afecta su misión complementaria en la sociedad.

Magisterio ordinario y universal

En segundo lugar, las dudas planteadas sobre el carácter definitivo de ‘Ordinatio Sacerdotalis’ tienen graves consecuencias para la forma de entender el Magisterio de la Iglesia. Es importante reiterar que la infalibilidad no es solo el pronunciamiento solemne de un consejo o del Sumo Pontífice, cuando habla ‘ex cathedra’, sino también la enseñanza ordinaria y universal de los obispos de todo el mundo, donde se ofrecen, en la comunión unos con otros y con el Papa, la doctrina católica que se celebrará definitivamente. Juan Pablo II en ‘Ordinatio sacerdotalis’ se refiere a esta infalibilidad.

De esta manera, no se declaró un nuevo dogma, sino con la autoridad que le fue conferida como el sucesor de Pedro, formalmente confirmado, hace explícita, con el fin de disipar cualquier duda, lo que el magisterio ordinario y universal ha considerado a lo largo la historia de la Iglesia como perteneciente al depósito de la fe. Precisamente, esta manera de pronunciarse refleja un estilo de comunión eclesial, porque el Papa no quiso trabajar solo, sino como un testigo que escuchaba una tradición ininterrumpida y vivida. Por otra parte, nadie puede negar que el magisterio infalible se puede expresar sobre verdades que están necesariamente conectadas con el hecho formalmente revelado, porque sólo de esta manera puede ejercer su función de custodiar y explicar fielmente el depósito de la fe.

Obediencia al Señor

Otra prueba del compromiso con el que Juan Pablo II ha examinado el tema es la consulta previa que él quiso tener en Roma con los presidentes de las conferencias episcopales que estaban seriamente interesados ​​en este problema. Todos, sin excepción, han declarado, con plena convicción, por la obediencia de la Iglesia al Señor, que ella no posee la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres.

Benedicto XVI también insistió en esta enseñanza, recordando, en la Misa crismal del 5 de abril de 2012, que Juan Pablo II “declaró irrevocablemente” que la Iglesia en cuanto a la ordenación de mujeres “no tenía autorización del Señor”. Benedicto XVI luego se preguntó acerca de algunos que no aceptaban esta doctrina: “¿Es la desobediencia realmente un camino? ¿Podemos percibir en este algo de la conformación a Cristo, que es la presuposición de toda verdadera renovación, o más bien, más bien, solo el impulso desesperado de hacer algo, de transformar la Iglesia de acuerdo con nuestros deseos y nuestras ideas?“.

Expresión de servicio

El papa Francisco vuelve sobre el tema. Él, en su exhortación apostólica ‘Evangelii Gaudium’, reafirmó que no pone en tela de juicio “el sacerdocio reservado a los hombres, como un signo de Cristo Esposo que entregó la Eucaristía”, e instó a no interpretar esta doctrina como una expresión de poder, sino de servicio, para que se perciba mejor la igual dignidad de hombres y mujeres en el único cuerpo de Cristo (n. 104). En la rueda de prensa del vuelo de regreso de viaje apostólico a Suecia, el 1 de noviembre de 2016, Francisco reiteró: “Sobre la ordenación de mujeres en la Iglesia católica, la última palabra es clara y la dio san Juan Pablo II y eso permanece”.

En este momento, en el que la Iglesia está llamada a responder a los muchos desafíos de nuestra cultura, es esencial que permanezca en Jesús, como las ramas de la vid. Es por eso que el maestro nos invita a hacer que sus palabras permanezcan en nosotros: “Si guardas mis mandamientos, permanecerás en mi amor” (‘Juan’, 15, 10). Solo la fidelidad a sus palabras, que no pasarán, asegura nuestro enraizamiento en Cristo y en su amor. Solo la aceptación de su sabio designio, que toma forma en los sacramentos, revitaliza las raíces de la Iglesia, para que pueda dar frutos de la vida eterna.