Tribuna

El antiviral de los salmos

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Pertenecí a la generación de seminaristas que debió hacer su propio recorrido personal para encontrarse con el significado y el valor del rezo de los salmos. Ni formadores, ni profesores, ni directores espirituales eran capaces de proyectar un mínimo de luz sobre el fenómeno que acaecía diariamente en la vida del Seminario: el de establecer la justa consonancia entre la lectura del Evangelio y el rezo de las oraciones del Antiguo Testamento. Luego supe que esto venía dándose en el cristianismo desde el siglo II.



La idea que me ha quedado de aquella etapa, en los años 70, es esta: en caso de duda, era preferible que se leyese, en las celebraciones comunitarias, un poema de un autor contemporáneo antes que un salmo de la Biblia. No se decía abiertamente así, pero se sabía que ese era el criterio prevalente.

Sin embargo, el aprecio existencial hacia los salmos no había de venir ni de liturgistas ni de los por entonces fundadores de tantas corrientes espirituales como hoy circulan por toda la Iglesia, sino de pastoralistas, que, principalmente desde Cataluña y Madrid, con sus cursos, conferencias y publicaciones, lograron que el Antiguo Testamento fuese estimado como la obra inspiradora de todo proyecto serio de liberación personal y comunitaria.

Las teologías de vanguardia y de carácter popular provenientes de Hispanoamérica fueron las grandes inductoras de la lectura de los libros legales, proféticos y sapienciales del Antiguo Testamento entre los grupos parroquiales de barriadas obreras y de zonas rurales altamente sensibilizadas con la misma problemática que hoy ocupa una parte importante de los noticiarios, a saber, la de la desatención del campo por parte de la administración pública. Y los salmos fueron, al fin, vistos, gracias a aquella coyuntura, como lo que son en realidad: la más acabada formulación literaria y teológica del clamor, ante Dios, del pobre, el afligido, el enfermo, el explotado y el perseguido.

Es preciso decir también que los monasterios benedictinos y cistercienses realizaron, a este respecto, una gran labor, pues, al emplearse denodadamente en la aplicación de las directrices litúrgicas emanadas del Concilio Vaticano II, hicieron posible, no solo su propia renovación, que se requería para estar a la altura de la conciencia histórica del tiempo, sino también la de sus huéspedes, quienes, al pasar unos días de retiro dentro de los muros claustrales, se nutrían del néctar más delicioso que existe: el de la Palabra de Dios escuchada y acogida en el inigualable contexto de la Sagrada Liturgia.

Mas siendo yo aún seminarista, hubo un profesor que vio en mí cualidades de catequeta y me envió a uno de los cursos de catequesis bíblica que organizaba y dirigía la correspondiente Comisión de la Conferencia Episcopal Española. Fue fabuloso. Con el sesgo de modernidad, rigor y buen gusto de todo lo que en aquellos años se importaba de Francia y de los países francófonos. Pero lo mío era el hebreo.

Impronta indeleble

Y ya en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma me matriculé en el curso de salmos que impartía el jesuita Luis Alonso Schökel. Creo que la primera monografía que compré, para ir formando una biblioteca exegética, fue su tesis doctoral: Estudios de poética hebrea. Las clases del padre Alonso, con todo lo que colateralmente comportaban de adentramiento literario en el Antiguo Testamento, dejaron en mí una impronta indeleble. Leí mucho los salmos desde entonces, sentado en aquella ladera aireada y soleada del monte de la Revelación, a la que un día, por gracia de Dios, subí.

En estos últimos años he hecho el retiro anual recitando solamente los salmos, en latín, valiéndome nada más que del Oficio de las Horas que compré, durante una estancia en la abadía benedictina de Fontgombault (Francia), en la tienda del monasterio. Los ciento cincuenta salmos, como indica san Benito, en una semana.

Y existen otras, pero considero que es muy difícil superar una ejercitación espiritual como esta, pues al decir los salmos se reza la oración misma que Dios, por medio de las Escrituras Sagradas, pone en nuestros labios, mente y corazón. Es perfecta. Se proclama lo que ha sido escrito, se habla lo que se escucha y se ofrece lo que se recibe.

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