Tribuna

Don Antonio Montero y el arte de propagar vida nueva

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Sin escandaleras. Así se movía y pronunciaba Don Antonio. Así se fue Don Antonio Montero. Con la contundencia y el paso al frente que requería cada situación, pero con una alergia a los aspavientos, propia de quien se sabe comunión y, a la vez, portador de profecías.



Porque la entrega de este extremeño de chambergo y cigüeña en el campanario se tradujo en esa valentía propia de los emprendedores discretos, de esos que creen en los procesos como principio teológico. Pero no procesos de esos que se dejan llevar por la inercia. Sino de los que hay que impulsar en primera persona cuando se está convencido de que el viento del Espíritu sopla siempre a favor. Y Don Antonio supo sacarse del bolsillo la brújula de los signos de los tiempos para dejarse orientar con un Vaticano II tan iluminador que a los que andaban algo perdidos en sus sillas gestatorias se les atragantó. Y se les atraganta.

Contagiar aire fresco

Conciliar hasta la médula, el cura que acabaría siendo arzobispo de Badajoz sabía que el aire fresco había que contagiarlo, que explicarlo, que hacerlo entender. Había que propagarlo. Propagar la Buena Noticia que suponía la puesta a punto de la Iglesia en medio de un mundo que había cambiado. Propaganda Popular Cristiana. PPC. Propagar. No como los virus. Sino como las vacunas. Porque ayer como hoy los negacionistas ya sabían hacerse con los altavoces más rimbombantes para extenuar a un Pablo VI al que le arrebataron la sonrisa, pero no la capacidad ejecutiva.

Es en esa ola histórica y cultural cuando nacimos a la edad adulta y a las primeras responsabilidades, en la Iglesia y también en la sociedad, los cuatro sacerdotes con vocación mediática (entonces no se decía así), y los tres seglares periodistas, con decidida militancia católica, que concurrimos en la fundación de PPC”, recordaría años después.

En comunidad

A Don Antonio y los suyos nadie les pudo parar en su empeño de ser Vida Nueva para la Iglesia española, que sigue necesitada de esa conversión que Pablo exhortaba a los Romanos. Don Antonio y los suyos. Que fueron muchos y no precisamente del mismo palo. Montero se supo hombre de equipo, hasta con quien llevaba el volante día a día de Madrid y Badajoz y viceversa. Pastor en comunidad. Ahora se le llama sinodalidad a ese mano a mano que mantuvo con otras mitras, con sacerdotes y, sobre todo, con laicos. Con profesionales del mundo editorial y del periodismo a los que no dirigía a golpe de báculo, sino que acompañaba y estimulaba con el cayado.

Eso de unidad en la diversidad que hay quien hoy considera una quimera, entonces fue tan real como una publicación que acumula seis décadas de anuncio y denuncia. Con una línea editorial que no necesitaba más libro de estilo que el esbozado por él en un trabalenguas pascual:  “Nunca, ni de lejos, ha pretendido esta revista ser ni aparecer, ni oficial ni oficiosamente, la voz de la Iglesia; pero sí, una voz en la Iglesia; aunque siempre voz de Iglesia; o sea, desde dentro de Ella, y sin volar al propio antojo”.

Esta comunicación de vuelo rasante Don Antonio se dibujaba desde la denuncia amable y contundente a la vez, un ejercicio de virtuosismo que no buscaba regalar los oídos a nadie. Para ser autoridad, nunca necesitó luces de neón en las cartas pastorales ni aumentar los decibelios en las Plenarias ni dejarse engatusar por titulares premiados con clics, que también se daban sin las redes sociales. Es el arte de propagar vida nueva.