Tribuna

Construyamos organizaciones más compasivas

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Hablar de la violencia no es hablar solo de algo superficial que se puede denotar en actitudes o videojuegos, sino de algo más profundo que ha permeado en nuestros sistemas, personas y por supuesto, cualquiera de nuestras organizaciones; llámese grupo de ministerio, o pequeña comunidad.



En un tiempo estuvimos investigando todas las causas por las que una persona decidía abandonar su pequeña comunidad, y una constante eran las manifestaciones violentas que sufría en ella. Seguir un sistema a raja tabla como si fuera un dogma de fe es en sí mismo algo que violenta a sus miembros.

Además de la violencia evidente y escandalosa que encontramos por todos lados, quiero hablar de la violencia pasiva, que muchas veces es peor y más lacerante que la activa. Las críticas, los apodos, las negaciones, aplicar la “ley del hielo”, no cooperar con la otra persona, y un largo etcétera, conforman el trato diario entre nuestros grupos. Esto se exacerba cuando tenemos un líder que no practica la empatía y no tiene conocimiento de resolución de conflictos de forma pacífica o consciente. Ésta debería ser una materia obligatoria en la formación de los líderes parroquiales, porque la compasión es la brújula que nos lleva a vivir el Evangelio.

La fe en medio de la violencia

Es muy triste para mí ver que todavía existe una gran cantidad de personas que viven su fe en medio de un ambiente violento. Mucha violencia en sus casas, mucha violencia en sus calles, en sus redes sociales y por supuesto, en su parroquia. Pero lo más importante de esto es creer que es posible cambiar esta situación y tomar las medidas necesarias para hacerlo.

La clave maestra de este camino son las emociones. Tanto saber escuchar nuestras propias emociones como ser conscientes de cómo respondemos a las emociones de los demás. ¿Cuántas veces hacemos un mal manejo de las emociones de los demás? Siempre que escucho a una mamá o abuelita que dice: “el padrecito se va a enojar”, en ese momento detengo todo, voy directamente al niño, que en ese momento está aterrado, me acerco a él o ella y le digo: “no te creas, yo no me enojo por eso”, le tiendo la mano y le digo que si podemos ser amigos. Porque resulta que después nos encontramos con esos niños pero de épocas pasadas a los que educaron así, diciéndoles que Diosito se iba a enojar o el padre se iba a enojar y viven con esos sentimientos de miedo y ahora están sirviendo en liturgia, como ministros o líderes juveniles, e invariablemente siguen pasando esa misma estafeta.

Ser discípulos conscientes es un camino largo y que requiere nuestra dedicación, porque normalmente nos educan para tapar nuestras emociones, y terminamos ni siquiera reconociéndolas. Cada vez que un niño está llorando, en vez entenderlo con respeto y valorar qué emoción está sintiendo, luego llevarlo a que reconozca esa misma emoción y decirle que llorar está bien, que puede hacerlo, y después de la crisis hablar del tema para que identifique lo que le sucedió en su mundo interior y aprenda a identificarlo y contenerse, terminamos llevando todo al mundo exterior, le damos un dulce o un juguete y le decimos: “ten, deja de llorar”; o lo abrazamos y le decimos: “ya no llores” sin respetar su emoción y entenderla; o la peor de todas: “los hombres no lloran” o “las niñas se ven feas llorando”. Terminamos arruinando todo.

Promover la compasión

Crecer así, en un mundo que nos culpabiliza, nos frustra, nos violenta y además de eso aprendemos a callar lo que sentimos, resulta en algo terrible para nuestro mundo interior. Debemos pensar en nuestra historia, cómo nos enseñaron a ignorar o callar nuestras emociones y qué sentimientos provocó en nosotros este tipo de educación. De este barro estamos hechos. Pero con practicas conscientes podemos ir avanzando en la contemplación de nuestro bello mundo interior.

familia en la parroquia

Puedo compartirles en este espacio tres estrategias para nuestras organizaciones que nos ayudarán a promover la compasión, incluso cuando hay mucha violencia.

La primera estrategia que debemos aprender y enseñar es el manejo de la ira. La ira nos lleva a ser impulsivos, terminamos haciendo daño a los demás, nos vuelve agresivos, conflictivos y nos mete en un círculo vicioso que nada tiene que ver con el Evangelio. Cuando uno siente ira, debe evitar esas consecuencias y para eso debe hacer uso de su derecho a apartarse, a tener un tiempo de calma para reconocer esa emoción, como a meterse en una habitación vacía alejado de los factores detonantes que llevaron a la persona a sentirse así. Ojo aquí, no es que los factores externos nos provoquen emociones, nosotros mismos tenemos esas emociones cuando interpretamos los factores externos y los vemos amenazantes. Apartarnos no es irnos hasta que desaparezca la emoción, sino tomarnos un momento para identificar la emoción y tratar de darnos cuenta de dónde viene en mi mundo interior, y por qué me siento así, estar tranquilos y poder seguir hablando de forma consciente.

Las otras dos estrategias se enfocan en la respuesta que damos a las emociones de los demás. La segunda estrategia se trata de la empatía. Invariablemente en organizaciones donde hay más violencia, la empatía es más baja; porque la empatía se trata de una conexión interna donde me pongo en los zapatos del otro, entiendo la emoción que está experimentando. Muchas veces nos confundimos, y pensamos que ponernos en los zapatos del otro es algo externo, por ejemplo cuando queremos ser empáticos con alguien que vive en situación de calle; pero literalmente no podemos hacerlo si nunca hemos vivido esa situación, pero muy seguramente, por otras causas, hemos experimentado su frustración, su miedo, su negación, su ira. Ahí si podemos ponernos en ese lugar donde experimentamos las mismas emociones. La falta de empatía nos hace ser poco o nada sensibles al sufrimiento del otro, aún hoy seguimos teniendo “lázaros” a la puerta de nuestras iglesias deseando las migajas que tiramos. Literal. Me causa tanto dolor ver cuántas veces prediqué esto y a veces paso por enfrente de mi antigua parroquia y veo en la puerta de entrada a un hombre que ahí duerme. Su situación mental hace difícil ayudarle, pero ¿no podríamos compartirle una de nuestras migajas? La estrategia consiste en provocar reflexión ante historias de poca empatía, de las cuales la Sagrada Escritura está llena e ir preguntando a las personas ¿cómo te sentirías en esa situación? Incluso se les invita en grupos pequeños a escribir una carta sobre sus sentimientos; carta que termina siendo una expresión de su propio sufrimiento en casos de poca empatía, y así ser más conscientes.

La tercera estrategia se trata de la asertividad. Es la capacidad de expresar de forma consciente y compasiva la propia postura o derecho, o inclusive lo correcto, pero sin usar la agresión. Lamentablemente en ambientes violentos, aprendemos que hay dos opciones, dejarse y callar o responder violentamente, inclusive de forma desproporcionada; ambas empeoran las cosas. La tercera vía para estas situaciones es ser asertivos. Decir “no, eso no está bien”, pero de una forma firme, consciente y no violenta. Esto tiene que ver con aprender a poner límites, y decir no de una forma asertiva. Cuando no sabemos cómo hacerlo, u optamos por callar las cosas, terminamos ignorando las injusticias que provoca la violencia y pasamos de lado junto al que está tirado en el camino siguiéndonos de largo. Ya conocemos esta parábola.

Te invito a que reflexiones sobre estas y otras herramientas que nos ayuden a ser más conscientes de nuestras propias emociones y de cómo tratar las emociones de los demás. Sin duda, tener líderes más conscientes y compasivos nos hará reflejar más el Evangelio.