Pliego
Portadilla del Pliego, nº 3.233
Nº 3.323

La Iglesia y el capitalismo cambiante

En mayo de 1991, el papa Juan Pablo II publicó ‘Centesimus Annus’ (CA), encíclica que fue considerada por algunos como una bendición pontificia al capitalismo. En realidad, CA seguía la línea argumentativa tradicional de la Iglesia católica en moral económica: el capitalismo debe ser alabado o censurado según bajo qué condiciones reales funcione.



“Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva”.

Pero “si por capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa” (CA 42).

La revolución digital

Es bueno que la encíclica no declare al capitalismo como intrínsecamente benigno o perverso, porque ello permite continuar el discernimiento, tan importante cuando el capitalismo lleva quince años –desde la crisis de 2008– en medio de grandes turbulencias. Estas, sin embargo, no son nada al lado de las que nos esperan en virtud del oleaje cada vez más encrespado de un cambio civilizacional en curso: la revolución digital.

Usando los términos de CA que expusimos más arriba, podemos definir el capitalismo como un sistema económico de mercados a los que concurren empresas y personas que son propietarias privadas de algo valioso para otros –medios de producción, recursos naturales, trabajo y capacidades, dinero y otros valores…– con el fin de intercambiarlo.

Las transacciones de mercado se caracterizan por su voluntariedad. Uno puede verse forzado por las circunstancias –como quien tiene que aceptar un empleo porque carece de alternativa–, pero no por coacción de la contraparte. Esto las diferencia de otras transacciones bajo coacción legítima –como los impuestos del Estado– o ilegítima –como las exacciones de la mafia–.

La aceptación voluntaria supone que todos los participantes quedan en una situación mejor, a su propio juicio, que si no ocurriera la transacción. Ello, incluso, si entran forzados por las circunstancias: quien acepta el único empleo que le ofrecen, lo hace porque piensa que está mejor con ese empleo que sin ninguno.

Dinámica competitiva

La dinámica de los mercados es típicamente competitiva: el consumidor elige entre los productos disponibles el que más le conviene; el trabajador escoge empresas a las que presentarse como candidato; la empresa selecciona trabajadores entre los aspirantes; el inversionista decide dónde poner su dinero… Se trata de una competencia por ser elegido: se gana la competencia cuando otros te eligen a ti en vez de a tus competidores. Solo comprendiendo esta dinámica competitiva se entienden los roles del Estado respecto a ella.

La competencia de mercado se basa, por una parte, en el respeto a la propiedad de otros y su libertad para comprometerla como consideren adecuado; y, por otra, en el cumplimiento de esos compromisos una vez entablados. La primera función del Estado en el capitalismo consiste en garantizar el respecto a la propiedad, la libertad de contratación y el cumplimiento de los contratos.

A primera vista, la competencia de mercado constituye un bien social: cuanta más haya, más tiene uno donde elegir. Como cada competidor intenta ser el escogido, los precios tienden a bajar y nuevas características se añaden a lo ofrecido para hacerlo más atractivo. Lo contrario de la competencia es el monopolio: no puedes elegir porque solo uno ofrece lo que quieres; como lo contrario de la democracia es la dictadura, en la que tampoco puedes elegir porque se presenta un solo candidato.

Competencia y monopolio

Así que la segunda misión del Estado en un sistema capitalista consiste en defender la competencia para impedir que sea desplazada por el monopolio o por acuerdos oligopólicos. Ya Adam Smith notó que acabar con la competencia tanto como se pueda es un objetivo de muchos agentes económicos porque asegura los mercados y maximiza las ganancias del monopolista. La lógica de la economía de mercado, así, encierra en sí misma una paradoja: constituye una competencia entre competidores que aprovecharán cada oportunidad posible para dejar de serlo.

Una tercera misión del Estado consiste en poner las reglas de esa competencia. Como en el deporte, la competencia económica no es puramente conflicto, sino que tiene dos elementos: colaboración para establecer unas reglas, y pugna por el dominio dentro de esas reglas. En los sistemas modernos, quien pone las reglas –e impone su cumplimiento– es el Estado, que en nuestro caso va de la Unión Europea a los municipios, según de qué competencia se trate. Tales reglas pretenden que la dinámica competitiva sirva al bien común o, al menos, no lo dañe.

Muchos capitalismos

Esta es una buena razón para sostener que no hay un capitalismo sino muchos: tantos como sistemas normativos puestos por los diferentes Estados a partir de las concepciones del bien común que sus gobernantes sostengan. Cada sistema legal contiene una serie de normas comerciales, fiscales, laborales, ambientales, financieras, educativas… que regulan las competencias en los respectivos territorios. Esas normas son diferentes de país a país, y dan lugar a capitalismos distintos, por ejemplo, más o menos ‘sociales’.

Finalmente, los Estados asumen una cuarta función: decidir cuánto de la vida económica ocurrirá por los mercados y cuánto discurrirá por canales distintos, financiados con impuestos y contribuciones obligatorias.

Protagonismo del Estado

Hay varias razones posibles para que el Estado asuma este protagonismo:

1. Algunos bienes son propiamente públicos, esto es, no pueden ser disfrutados por unos y no por otros en una sociedad, sino que si se arruinan para unos, ello impacta a todos. Ejemplos típicos son la paz, la seguridad, la justicia, la competencia misma del mercado, los procedimientos políticos y legislativos, algunas infraestructuras como calles y carreteras…

2. La integración social es uno de estos bienes públicos. Por muy variadas razones, hay personas que no están en condiciones de obtener del mercado lo suficiente para una vida digna; entonces, el Estado tiene que asegurarles un estándar mínimo.

3. Hay aspectos de la vida social tan importantes que no pueden confiarse al mercado, o no pueden confiarse por entero. Típicamente, la educación, la sanidad, las pensiones o la conservación medioambiental discurren en buena medida –aunque no totalmente– por fuera del mercado.

4. En determinados casos, los mercados dejados a sí mismos no alcanzan resultados eficientes ni siquiera desde el punto de vista económico. Son los llamados ‘fallos del mercado’, que requieren de regulación pública.

Desarrollo humano integral

Si pusiéramos juntas las cuatro intervenciones del Estado sobre la competencia económica que hemos mencionado, tendríamos lo que CA reclama como “un sólido contexto jurídico”, solo que en plural, uno distinto en cada Estado de los doscientos que hay. En la concepción católica del bien común, los contextos jurídicos deben dirigirse al servicio del desarrollo humano integral, como ya había propuesto Pablo VI en ‘Populorum progressio’ (1967). (…)

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Índice del Pliego

¿QUÉ ES EL CAPITALISMO?

Cuatro funciones del Estado en el capitalismo

EL CAPITALISMO QUE HAY

El tamaño de las empresas y la acumulación de capital

La captura del Estado

La globalización

El consumismo

EL CAPITALISMO DEL PRÓXIMO FUTURO

El trabajo

Las instituciones

DOS PERSPECTIVAS SOBRE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

El trabajo otra vez

Gobernabilidad global

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