Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.148
Nº 3.148

John Henry Newman: lecciones vivas del nuevo santo

La Oficina de Prensa de la Santa Sede anunció el miércoles 13 de febrero de 2019 que el Santo Padre había aprobado unas horas antes el decreto de canonización del beato inglés John Henry Newman. El milagro atribuido es la curación de una mujer embarazada, Melissa Villalobos, graduada en Derecho en la Archidiócesis de Chicago (Estados Unidos), que en 2013 recuperó de pronto la salud, después de haberse encomendado al beato mientras sufría de una hemorragia interna imparable.

Los médicos fueron incapaces de explicarse aquello. Sí trascendió, en cambio, que la súplica de Melissa había sido a raíz de ver una película sobre el purpurado en EWTN, y que, al sentirse curada, “llenó el baño el más fuerte aroma de rosas que haya olido jamás”. “La milagrosa curación –según el P. Harrison, postulador de la causa– fue inmediata, completa y permanente. El niño –niña en realidad, Baby Gemma, hoy ahijada espiritual del nuevo santo– nació de forma normal”.

Benedicto XVI beatificó a Newman en Inglaterra el 19 de septiembre de 2010 ante más de 60.000 personas, gracias entonces a la curación del diácono Jack Sullivan (Braintree-Massachusetts): tras encomendarse al siervo de Dios, se había repuesto milagrosamente de una dolencia en la columna vertebral que le impedía caminar.

El papa Francisco, por fin, celebró el lunes 1 de julio de 2019, a las 10 horas, un consistorio público ordinario para la “votación sobre las causas de canonización” de cinco candidatos, entre ellos Newman (1801-1890), a quien algunos ven ya como un “padre de la Iglesia” del siglo XXI. La ceremonia tendrá lugar este 13 de octubre en la basílica vaticana y será presidida por el Papa.

Cuentan algunos biógrafos el episodio del pequeño resobrino preguntando al anciano tío quién es más grande, si un cardenal o un santo: “Pequeñín, un cardenal es de la tierra, terrestre; un santo es del cielo, celeste”. Eran los años finales, cuando el ilustre oratoriano de Littlemore se pasaba las horas muertas rezando el rosario por la estancia. La mamá había insinuado cariñosamente al pequeño que no hiciese muchas preguntas al tío, porque se podía fatigar.

La suya fue santidad básicamente de la inteligencia, en la que ni reparamos a menudo. Fidelísimo, no obstante, a la Luz, escaló cumbres místicas, y su ‘Apología pro vita sua’ es, al respecto, fascinante testimonio de pureza intelectual y de honradez. Él mismo reconoció que su conversión no había significado ni más fe, ni cambio siquiera de vida y costumbres: fue, antes bien, la del pensador metódico y afanoso peregrino de la verdad, encontrada en la Iglesia de Roma.

Los escritos de nuestro benemérito ‘gentleman’ reflejan que la verdad es de suyo liberadora, y en su búsqueda vibra un amor de sobrenatural empuje, tanto de ascética en la mente como de mística en el corazón. Llegó a seguro puerto precisamente porque nunca osó ignorar a la Luz ni se mintió a sí mismo, aunque a veces fuese tachado de impopular. Testigo de santidad y verdad unidas, procuró su forja en el yunque del paulino ‘veritatem facientes in caritate’ (Ef 4, 15).

A su muerte fue celebrado como sabio de la era victoriana por necrologías en 1.500 periódicos de todo el mundo. Entre 10 y 20.000 personas se agolparon en las aceras de Birmingham para ver pasar el féretro camino de Rednal. Incluso el londinense The Times declaró que, canonizado o no por Roma, lo sería en el pensamiento de las personas piadosas de diversos credos en Inglaterra. Y el protestante Evangelical Magazine que, de la multitud de santos del calendario romano, pocos merecerían más un título así.

La causa, sin embargo, tardó en abrirse camino. Y, cuando a Roma llegó, no faltaron católicos liberales recelando del candidato por progresista. Obviamente, no se canoniza la inteligencia de los santos, sino su caridad. Newman, además, trataba los grandes temas de su época, a veces, en contra de los vientos de Roma. Eminente hombre de letras, magistral estilista y quizás el más fino predicador del siglo XIX anglosajón, tampoco le dolían prendas en afirmar que no eran estos los dones más estimados de la Iglesia en sus santos. Proclive a juntar fe y razón, prefería aquella zona de controversia en donde la religión y la cultura se funden. Hombre de su época, fue, no obstante, el único católico en anticipar el futuro rumbo de la Iglesia con el Vaticano II.

Aspiró siempre a conocer y cumplir en conciencia la voluntad de Dios. Quinceañero aún, dio con los Padres de la Iglesia en la ‘Historia de la Iglesia de Cristo’, de Joseph Milner, y, desde entonces, empezó a sentirse guiado por Dios, experiencia luego poetizada en el celebérrimo “Guíame, dulce luz” (Lead, Kindly Light). Pero también fue un apasionado de la Sagrada Escritura, que recomendaba a familiares y amigos como precioso recurso de santos propósitos, sobre todo en momentos de soledad, viajes y noches de insomnio. (…)

Los santos representan siempre un criterio del bien y del mal, están a la vista como una lección viva, nos recuerdan que Dios existe, nos introducen en el mundo invisible, nos enseñan el amor de Cristo, y nos aligeran el camino que conduce al cielo” (J. H. NEWMAN, ‘Discursos a las Congregaciones Mixtas’, 1849).

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Índice del Pliego

Preparativos en Roma

1. Santidad intelectual y gran belleza interior de un aristócrata del Espíritu

2. Alumno en la escuela de la cruz de Cristo

3. Con los Santos Padres en la eclesiología de comunión

4. El “perito invisible” del Vaticano II

5. ¿Doctor de la Iglesia un abanderado del Movimiento de Oxford?