Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.287
Nº 3.287

Iglesia samaritana 2.0

Decía el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945): “Tú mismo eres el prójimo. Ve, y sé obediente en el acto de amor. Ser el prójimo no es una cualificación del otro, sino la exigencia que este tiene sobre mí; nada más. A cada instante, en cada situación, soy una persona obligada a la acción, a la obediencia. No queda literalmente tiempo para preguntar sobre una cualificación del otro. Debo actuar, debo obedecer, debo ser prójimo del otro”.



El evangelio de Lucas (Lc 10, 25-37) nos cuenta la respuesta que Jesús da a un maestro de la ley, más preocupado por meter el dedo en el ojo que por la ley de Dios. Esta respuesta es la parábola del buen samaritano. Lástima y compasión son las dos palabras clave. Para sentir lástima, el corazón debe estar predispuesto, abierto y atento a la realidad de los seres humanos. Para tener compasión, hace falta sintonizar con la experiencia que viven las personas. Esto es lo que le pasa a un samaritano. Resulta curioso cómo Jesús hace que los ejemplos a seguir los protagonicen personas de fuera del ámbito oficial y respetable en lo religioso, y que deberían hacernos pensar que, tal vez, sean quienes mejor viven su mensaje aun sin conocer el origen.

De Jerusalén a Jericó

No sabemos quién es el hombre que bajaba, ni a qué se dedicaba, ni si creía o no creía. Solo sabemos que unos desalmados lo dejaron desnudo y apaleado. De Jerusalén a Jericó hay que atravesar el desierto de Judea, ¿acaso podía estar viviendo una experiencia de desierto? Hay mucho desierto en la Biblia.

El sacerdote y el levita, que tal vez regresaban de sus prácticas cultuales semanales, volvían a casa, a Jericó. No es que no vean al hombre, es que no quieren verlo. Acaso, tiempo después, se preguntarían cómo llegar, qué hay que hacer para acercarse a esa gente que no son de los suyos y que viven en los márgenes o más allá de ellos. Ellos han cumplido ya con los ritos y ceremonias; otra semana más han vuelto a repetir algo que les da seguridad. Solo seguridad y, además, una falsa seguridad.

El corazón del sacerdote y del levita es ya una raíz seca para sentir nada que no sea la certeza de haber cumplido con los ritos y las normas, en definitiva, con lo medible. Una vida tan ritualizada, religiosamente hablando, mata el corazón para el Amor. Sencillamente han roto el hilo de la relación con Dios, al no pasar por lo humano. Dios está en la vida porque le va la vida y en la vida están los seres humanos con sus realidades vitales.

Personaje sin nombre

El samaritano, personaje sin nombre, mirado con recelo y hasta con odio por los judíos por haberse contaminado desde hacía tiempo con los asirios, atiende al hombre desde el primer momento y se ocupa de dejarlo bien cuidado con el sueldo de dos días, que a eso correspondían los dos denarios, y la promesa de pagar lo que haga falta para su cuidado. El del samaritano es un comportamiento al estilo de vida de Jesús. El maestro de la ley reconoce que se ha comportado con compasión. Relación directa con Dios, sí, por supuesto, pero sin olvidar la relación con el ser humano.

Ignacio de Loyola dirá que “el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras”; y el refranero español, mucho más directo, dice: “Obras son amores y no buenas razones”. El sentido común nos indica que hay que mantener la coherencia entre el ser, el obrar y el hablar.

Caridad que salva

Esta parábola nos enseña que la salvación puede, perfectamente, venir desde fuera de los cauces religiosos oficiales. La Iglesia debe aprender a ser cada vez más samaritana, y a aceptar y entender que también hay buenos samaritanos fuera de sus límites oficiales que hacen el bien y practican la justicia y la caridad.

Es más, hay muchas personas que creen sin saber que creen. En todo caso –y siempre para mejorar–, como Iglesia deberemos preguntarnos si estamos a la altura de lo que nos pide el Amor para ser Amor. “Porque quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, y no holocaustos…”.

Junto al pozo

El evangelio de Juan (Jn 4, 5-42) nos narra un encuentro que sucede donde se dan los grandes encuentros en la Biblia: junto a un pozo. Jesús encuentra a una mujer samaritana, también sin nombre, que ha ido picando de flor en flor entre los dioses que se iba encontrando en su camino. Ninguno parecía satisfacerla lo suficiente como para quedarse con él de por vida y seguía buscando.

Jesús, que “casualmente” conocía su vida, la encuentra en el pozo de Jacob, es decir, en la antigua tradición de Israel, y le pide un bien tan escaso como valioso: el agua. Dar agua en aquel contexto manifestaba hospitalidad y acogida. La sed de Jesús le indicaba a ella que estaba en su misma realidad, porque sed tenían por igual los judíos y los samaritanos. Jesús ha roto, así, la barrera entre los dos.

A Jesús le importan poco las diferencias. Está ante un ser humano que tiene más sed que él, aunque no lo sepa. La samaritana está extrañada. ¡Un judío siendo amable con ella…! Y amable fue hasta para plantearle su situación existencial. A Jesús nunca le han gustado los paños calientes, pero tampoco hacer que las personas se sintieran más incómodas y heridas de lo que llegaban a él, nunca pasó por su cabeza revictimizar a una víctima.

Hablar al corazón

La mujer samaritana deriva la conversación hacia el culto. Es lo que a ella le da seguridad; todos esos líos que habían vivido los samaritanos, hasta construir su propio templo en el monte Garizim, no la sacaban de dudas. No hay espacio para la novedad, creía ella. Sin embargo, llama la atención cómo la samaritana intuye la venida de un ungido, y Jesús se confiesa como tal.

Los discípulos –en Juan no hay apóstoles, todos son discípulos– miran extrañados desde lejos este encuentro, porque todavía les sorprendía ver a Jesús comportándose de una manera normal con una mujer. En este caso, les sigue asombrando más que hable con una mujer que el hecho de que esa mujer sea samaritana. Aunque alguno estaba casado, las mujeres no dejaban de ser de muy segundo orden.

Pese a estar extrañados, la distancia que mantenían preservó la intimidad del momento y, en esa intimidad, Jesús le habló a ella al corazón. Los pobres discípulos siguen sin entender que, de nuevo junto a un pozo, se ha vuelto a vivir otra historia de amor. Una más, como las de Isaac y Rebeca (Gn 24, 11); Jacob y Raquel (Gn 29, 10); Moisés y Séfora (Ex 2, 17). La clave nupcial es el eje de la alianza. (…)

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Índice del Pliego

“Porque quiero amor, no sacrificios” (Os 6, 6)

“La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2, 16)

La samaritana y el samaritano

Una diócesis

‘Un’ modelo, no ‘el’ modelo

La baraja, más que un juego

¿Modelo exportable?

La buena crisis para ser y para hacer

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