Editorial

Últimos días de un pontificado singular

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EDITORIAL VIDA NUEVA | El próximo 28 de febrero, a las cinco de la tarde, Benedicto XVI subirá a un helicóptero que le trasladará a las Villas Pontificias de Castel Gandolfo. Tres horas más tarde, se abrirá el período de sede vacante. Habrá sido el último día de un pontificado singular, de apenas ocho años de duración, pero marcado por una renuncia –tras “haber examinado mi conciencia ante Dios” y “no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino”– que muy bien puede haber marcado un antes y un después en la manera de entender este servicio.

Pero antes de que Joseph Ratzinger se esconda definitivamente para el mundo, a este le está brindando una gran catequesis, de la que los primeros destinatarios son, sin ningún lugar a dudas, todos aquellos que se sienten y confiesan parte de la Iglesia de Cristo.

Suele afirmarse con vigor que la agonía de Juan Pablo II, retransmitida casi en directo al planeta, fue la última gran lección de fe de un pastor que arrastraba multitudes, y que no pocos se beneficiaron de aquel testimonio sostenido hasta con el último suspiro.

De manera distinta a entonces, desde luego, pero el mundo está también conmocionado por la sorpresiva renuncia del sucesor de Karol Wojtyla, por lo que no conviene caer en la tentación de lo inmediato, del gusto tan extendido por lo efímero, y pasar página sobre este acontecimiento histórico.

Las quinielas de papables todavía pueden esperar unos días, así como las campañas e intrigas a favor de unos y en contra de otros que nos ofrecen a tiempo y a destiempo muchos medios de comunicación. El extraordinario eco mediático que esta noticia ha generado no debe desaprovecharse para seguir removiendo bajo la hojarasca del momento.

Aprovechemos estos últimos días de su pontificado
para escuchar lo que este hombre quiera seguir diciéndonos,
aunque luego tenga que ser otro, con más fuerzas,
el que lo lleve a cabo. O no.

Un momento en el que el todavía papa sigue ofreciendo reflexiones de hondo calado para el futuro de la Iglesia, para la vivencia íntima de los cristianos y, también, algo siempre muy presente en sus enseñanzas, para nuestras relaciones con el mundo.

Valga como ejemplo su homilía en la misa del Miércoles de Ceniza, la última celebración litúrgica de su pontificado. “Esta plegaria –dijo el Papa comentando la lectura del libro del profeta Joel– nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia, y cómo este, a veces, es desfigurado. Pienso, concretamente, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones dentro del cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es una señal humilde y preciosa para los que están lejos de la fe o son indiferentes”.

Difícilmente se pueden exponer en menos líneas algunos de los grandes problemas que afectan a una Iglesia que ha entrado en el tercer milenio a tientas y un poco aturdida; y, a la vez, brindar las claves para superarlos y ser signo de coherencia para un mundo que aprovecha nuestras debilidades para cerrar puertas a la trascendencia.

Aprovechemos, pues, estos últimos días de su pontificado para escuchar lo que este hombre quiera seguir diciéndonos, aunque luego tenga que ser otro, con más fuerzas, el que lo lleve a cabo. O no.

En el nº 2.837 de Vida Nueva. Del 23 de febrero al 1 de marzo de 2013

ESPECIAL BENEDICTO XVI RENUNCIA