Benedicto XVI afronta su última semana apelando a la unidad eclesial

papa Benedicto XVI último encuentro con sacerdotes de Roma

El Papa recibe apabullantes muestras de cariño y gratitud


ANTONIO PELAYO. ROMA | Joseph Ratzinger, después del impacto mundial creado por el anuncio insospechado de su renuncia y de las emociones que este hecho le haya causado a él personalmente, dispone, con los ejercicios espirituales de Cuaresma (que este año predica el cardenal Gianfranco Ravasi), de un paréntesis de tranquilidad y sosiego para reflexionar y orar mientras algunos de sus colaboradores están preparando el traslado de sus enseres personales –libros, fundamentalmente–, primero a Castel Gandolfo y luego al monasterio Mater Ecclesiae, dentro de los jardines vaticanos. Esta será la agenda de sus últimos días.


Nada más acabar los ejercicios espirituales, Benedicto XVI recibirá, a las once y media del sábado 23, la visita del presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, en el curso de la cual, estos dos ancianos que han establecido a lo largo de estos ocho años una sólida amistad, se despedirán no sin cierta nostalgia.

El domingo 24, el Santo Padre acudirá por última vez, a la hora del Angelus, al encuentro con los fieles agrupados en la Plaza de San Pedro, y el lunes recibirá separadamente a todos los cardenales que quieran manifestarle sus sentimientos antes de despedirse. El martes, como es habitual, no habrá actos públicos, y el miércoles, en San Pedro, tendrá lugar la audiencia general, a la que está previsto que asistan muchas decenas de millares de fieles y el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. El jueves, como es sabido, finaliza este pontificado que no ha llegado a los ocho años.

Oleada de afecto en su primera aparición

Entremos ahora en la narración de la semana posterior a la renuncia que dejó a la Curia noqueada y a la opinión pública mundial planteándose muchos interrogantes.


El miércoles 13, el Aula Pablo VI estaba no llena, sino repleta hasta rebosar, sin que hubiera quedado un puesto libre entre los más de 8.000 con que cuenta la sala construida por el arquitecto Nervi. La atmósfera era electrizante y las gentes, entre cantos y vítores, miraban a sus relojes esperando que llegasen las diez y media, hora en que normalmente el Papa hace su entrada en el aula, despertando una oleada de aplausos. La de esa mañana superó con creces lo habitual y el Papa, con paso incierto y llenos los ojos de emoción, recorrió las decenas de metros que le conducían hasta su sillón.

“Queridos hermanos y hermanas”… Con estas palabras intentó iniciar su alocución, pero fue interrumpido por los aplausos, a los que respondió con un “¡Gracias por vuestra simpatía!”.

“Como sabéis –prosiguió–, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me confió el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero también, al mismo tiempo, de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que este requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con la que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará”.

Una estruendosa ovación que parecía no querer acabar nunca acogió estas palabras y, a duras penas, Benedicto XVI pudo volver a hablar para desarrollar su catequesis sobre la Cuaresma, que comenzaba ese Miércoles de Ceniza. En ella, desarrolló una reflexión sobre la conversión que lleva al hombre a descubrir que Dios debe ocupar el primer puesto en la propia vida. Cuando, después de cantar el Pater Noster y dar la bendición, se disponía a abandonar el recinto, se mezclaron de nuevo los aplausos, el agitarse de banderitas papales y pañuelos de todos los colores con los que más de uno enjugaba discretamente sus lágrimas.

Celebración del Miércoles de Ceniza


Ese mismo día, a las cinco de la tarde, en la basílica de San Pedro, el cuadro había cambiado completamente. Todos los presentes tenían muy asumido el hecho de que la Santa Misa que Benedicto XVI iba a celebrar en el primer templo de la cristiandad –y no en la basílica de Santa Sabina, en el Aventino, como es tradicional–, sería la última celebración litúrgica del pontificado.

En su homilía, Ratzinger, después de agradecer especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma las manifestaciones de afecto, comentó la lectura del libro del profeta Joel en la que pone en boca de los sacerdotes esta oración: “¡Perdona a tu pueblo, Señor, y no expongas tu heredad al ludibrio y al escarnio de las gentes!”.

“Esta plegaria –afirmó– nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia, y cómo este, a veces, es desfigurado. Pienso, concretamente, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones dentro del cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es una señal humilde y preciosa para los que están lejos de la fe o son indiferentes”.

Benedicto XVI afronta su última semana apelando a la unidad eclesial, íntegro solo para suscriptores

En el nº 2.837 de Vida Nueva.

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Encuentro con el clero de Roma el jueves 14

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