Editorial

La responsabilidad ecológica, un mandato divino

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EDITORIAL VIDA NUEVA | Cuando el hombre postsocrático dejó de mirar a la naturaleza, comenzó a verse con otros ojos. Centrado en sí mismo, inició la senda de una postergación progresiva de Dios y una esclavización de su Creación hasta hoy, habiendo erigido ecosistemas virtuales del tamaño de la selva financiera, que se derrumban con la facilidad con que una espina de cacto puede pinchar una burbuja.

Tratando de encontrarse, de conocerse y de explicarse, perdió su humanidad al arrogarse el derecho a explotar el mundo y a sus criaturas. Y hasta su agotamiento no le ha ido mal, pues la naturaleza, al contrario que el hombre, no hace trampas.

No es casualidad que la crisis económica que hoy arrecia venga envuelta en una nube ecológica, como consecuencia de la crisis moral y de valores que ha llevado a algunas personas ricas a tratar como animales a muchos de sus semejantes.

La Iglesia, fiel al mandato divino, viene reclamando una administración justa y santa del mundo desde sus orígenes. Esta exigencia, especificada en el Génesis, ha sido defendida por la jerarquía hasta nuestros días con mayor o menor vigor en función de los tiempos.

La concienciación del clero para con el entorno no ha sido ni más ni menos seria que la de otras instituciones. Ahora que proliferan las profecías sobre el apocalipsis ambiental, el cristianismo incide en su antropocentrismo responsable, considerando el planeta un medio para vivir, pero no un fin de vida en sí mismo.

Por si la conservación de la Creación pareciera insuficiente,
la pobreza e insalubridad que conlleva el cambio climático
apelan directamente a la responsabilidad social de la Iglesia.

Por si la conservación de la Creación pareciera insuficiente, la pobreza e insalubridad que conlleva el cambio climático apelan directamente a la responsabilidad social de la Iglesia, que se ha puesto manos a la obra en una miríada de proyectos de cultivo en lugares remotos donde el tiempo es voluble.

En otras zonas del globo, como en Latinoamérica, las Iglesias locales se han situado a la vanguardia de la lucha contra la deforestación y la contaminación de acuíferos, que ponen en peligro la supervivencia de muchas poblaciones con pocos recursos.

El Vaticano, por su parte, es el único Estado del mundo que cuenta con cero emisiones de CO2; y sirva el dato como símbolo de un clero comprometido en la defensa del medio ambiente como ecosistema del hombre. La capacidad que sin duda tiene la Iglesia para crear comunidades y sublimar los bríos de los jóvenes se presenta como el instrumento más eficaz para superar la apatía y el cinismo que muchas veces –y no siempre sin razón– abate a las nuevas generaciones en su preservación de un mundo donde habrán de vivir ellos y sus hijos.

El Vaticano, por su parte, debe hacer valer su legitimidad de mediador para convencer a las potencias de que dejen de crecer para que lo hagan los desfavorecidos. Si alguien puede encarnar esta utopía, esa es sin duda la Iglesia, siempre en contra del capitalismo salvaje.

Solo la tan clásica como falaz identificación de la religión con el conservadurismo –acusación lanzada por gentes de progreso que quieren, precisamente, conservar el medio ambiente– y la identificación que la derecha negacionista hace de ecología e ideología coartan a la Iglesia de manifestarse con todas las de la ley, las de su Ley, en la cuestión verde.

Pero miedo, ninguno: es un mandato divino.

En el nº 2.888 de Vida Nueva. Del 29 de marzo al 4 de abril de 2014.

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