Editorial

La interpelación de las víctimas

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Las víctimas se convirtieron en el tema central de esta edición de Vida Nueva Colombia porque, sobre todo, interpelan y ponen a prueba la autenticidad de la fe de los colombianos. Sería deseable, en efecto, que hubiera menos víctimas aunque no hubiera más templos. Si los templos y el culto ayudan a descubrir que el amor al otro –especialmente si es necesitado– hace presente a Dios en el mundo, las víctimas contarán con una sociedad solidaria y capaz de contener la acción de los victimarios; pero si con la multiplicación de los templos y de los actos de culto, convive el crecimiento de las muchedumbres de víctimas, el nombre de Dios se estará invocando en vano.

Son algunas de las reflexiones que inspira la información que hoy publicamos sobre las víctimas y sobre la variada naturaleza de sus sufrimientos. Es evidente que en Colombia la Iglesia, a través de las múltiples actividades de Pastoral Social, se ha solidarizado con las víctimas. Es una solidaridad que abarca la ayuda para las necesidades materiales de esa doliente parte  de la población; pero también tiene que ver con la defensa del derecho de toda la nación a la paz, porque no se trata solamente de aliviar las heridas que deja la guerra, sino de prevenir las guerras y la violencia en el futuro.

La historia del país ha transcurrido entre disparos y órdenes marciales; la voz colérica de los guerreros y los lamentos de las víctimas han alternado con los reclamos y las propuestas de paz, de modo que cada cierto tiempo renacen las esperanzas de obtener una paz sólida y duradera; pero a esos períodos de esperanza siguen los de frustración, cuando la vocación por la paz se descubre más frágil que el impulso brutal de resolver los conflictos con la fuerza y de convertir la paz en argumento publicitario para la política.

Hoy el país vive ese período de expectativa y de ilusión de estar cercanos a la paz. Sin embargo, a pesar de ser un derecho de todos,  es una bandera  e inicio de una campaña presidencial el bloqueo y oposición al proyecto de hacer la paz por la vía de los diálogos. Como si fuera un hecho sin significación la multiplicación de las víctimas que deja el conflicto, se cierran los ojos ante esa realidad para volverlos hacia las conveniencias políticas o los odios y deseos de venganza.

La existencia de esas víctimas, la incapacidad y torpeza del Estado para atenderlas y defender sus derechos, son argumentos suficientes para entender que las víctimas son un signo claro de la dirección que debe seguir el ejercicio de la fe y de una sana política. No es el que clama “Señor, Señor”, el que rinde homenaje a Dios, sino quien lo descubre en esos necesitados a quienes la guerra les ha arrebatado todo.

Tiene que haber una ceguera irremediable o demasiado odio en el corazón para no entender que después de 50 años de guerra y de proliferación de víctimas, el país tiene derecho a que sus políticos entiendan que la causa de las víctimas está por encima de sus cálculos, sus venganzas o sus ansias de poder.

Normalmente un político en campaña ofrece, así sea con ánimo publicitario, ríos de leche y miel. Lo atrozmente novedoso es que se prometan más años de guerra y de víctimas como primer programa de gobierno.

El Dios que se identifica con los sedientos de justicia, con los que sufren persecución, con los que tienen hambre y padecen desamparo y humillaciones, es el que se encuentra y al que se sirve cuando se trabaja  por la paz como fuente de la justicia y de la dignidad para todos.

Si el proceso de paz se mira desde las víctimas, las tareas para llevarlo a buen término se convierten en una respuesta a las exigencias de la fe y en un homenaje al Dios que se identifica con los que sufren los dolores de la guerra.