Editorial

La Iglesia latinoamericana se abre al futuro

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Publicado en el nº 2.608 de Vida Nueva (Del 12 al 18 de abril de 2008).

Diez años después del histórico viaje apostólico de Juan Pablo II a Cuba, la visita conmemorativa el pasado mes de febrero del cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano, puso de manifiesto que la Iglesia católica en la isla afronta con esperanza su futuro, pero también con paciencia. Pendiente de los cambios políticos y sociales que se van produciendo, busca nuevos espacios para su misión -como se atestigua en el Pliego-, aunque sin prisas ni ruido.

Salvando las distancias (las que impone el Caribe, pero, sobre todo, las que dicta un régimen en vías de cambio), se trata de un ‘desierto’ por el que han tenido que atravesar muchas otras Iglesias latinoamericanas hermanas. Superada la etapa de las dictaduras y de un dudoso protagonismo eclesial en algunas de ellas, con una renovada credibilidad entre el pueblo y el impulso postconciliar de Puebla, unas y otras han hecho el esfuerzo de asimilar las vertiginosas transformaciones del continente, aunque sin rebajar su compromiso con el Evangelio.

Así, esa irrenunciable conjunción de fe y realidad ha hecho posible que la Iglesia católica en América Latina no sólo sea hoy un referente de primer orden para el pueblo, sino que juegue un importante papel en el panorama sociopolítico de los distintos países: como agente de reconciliación (Colombia), como instancia mediadora (Bolivia), como voz de denuncia frente a los abusos de poder (Venezuela) y, desde luego, como defensora de los más pobres y vulnerables (de México a Tierra del Fuego pasando por Brasil, Perú o Ecuador), encarnación definitiva de los incontables esfuerzos humanos

y pastorales que viene realizando por dignificar la vida humana.

Precisamente por ello, porque cree en los derechos de cada uno de los hijos de Dios, la Iglesia católica en aquella parte del mundo ha sabido alegrarse con sus compatriotas y acompañar el feliz alumbramiento de nuevas democracias, ofreciendo una necesaria palabra de orientación y discernimiento en los respectivos procesos electorales. Ahora bien, con el mismo sentido de responsabilidad histórica, social y eclesial con el que ha asumido estos cambios, ha querido también salir al paso de los peligros que genera la nueva situación: una globalización insolidaria, un populismo de corte autoritario…

La ‘receta’ para superar tales tentaciones la ofrecen los obispos en el Documento de Aparecida: una democracia “participativa y basada en la promoción y respeto de los derechos humanos”.

Estos valores, anclados en la propia raíz del Evangelio, deben ser la base y el horizonte de cuantas acciones emprendan los discípulos y misioneros de una Iglesia que parece haber recobrado energías junto al santuario brasileño.

Queda pendiente, como allí mismo reconocieron, una revisión de las estructuras pastorales, pero no cabe duda de que su renovada apuesta por la vida (por tomarle el pulso en cada una de sus manifestaciones) será la mejor herramienta para descubrir qué esperan y qué buscan los hombres y mujeres del siglo XXI en un continente llamado a ser el auténtico faro del universo católico.