Editorial

La Agenda compartida

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En el año 2015, la Asamblea General de Naciones Unidas decidió asumir la llamada Agenda 2030, un plan de acción de carácter no vinculante con 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que buscan hacer realidad derechos humanos básicos, entre otros, poner fin a la pobreza en el mundo, erradicar el hambre, asegurar el acceso al agua y la energía, garantizar una educación de calidad, promover la paz o luchar contra el cambio climático. Estos enunciados genéricos se traducen en hasta 169 metas que, lamentablemente, a seis años vista de cumplirse el plazo establecido, no parece que vayan a cumplirse con la docilidad esperable. Esto no significa que haya que tirar la toalla antes de tiempo.



La Iglesia, lo mismo desde Roma que a través de los colegios o de sus plataformas sociales de cooperación y desarrollo, está arrimando el hombro para sensibilizar y trabajar en favor de estos desafíos que respiran varios de los encargos que emanan de las bienaventuranzas. Eso sí, se apoyan y se desarrollan por la comunidad cristiana con el estilo de Jesús de Nazaret.

Si el propio Francisco describe la Agenda 2030 como “un importante signo de esperanza”, la Santa Sede ha afinado con sus “reservas” ante determinados planteamientos que chocan directamente con los principios éticos y morales cristianos, como el derecho al aborto, la ideología de género o el uso del término ‘empoderamiento’. Sin embargo, estos ‘peros’ no pueden identificarse –ni mucho menos– como una enmienda a la totalidad a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Lo cierto es que algunos foros eclesiales han hecho suyos los postulados negacionistas frente al plan de acción de la ONU, validando teorías conspiranoicas que hablan de un globalismo que busca imponer una religión laica que endiosa a la naturaleza y persigue subvertir el concepto de ser humano desde un relativismo afectivo y sexual.

Colaboración crítica

Oponerse de plano a la Agenda 2030 se traduce  en levantar un muro de contención para defender un bastión errado de pureza. Un aislamiento sin sentido, cuando se puede establecer una colaboración crítica que permita sumar con otros a la hora de defender la dignidad de los últimos, marcando distancias cuando no se compartan determinados postulados antropológicos. El concepto de desarrollo humano integral que defiende el Papa, unido a su apuesta por la amistad social y la fraternidad en un mundo tan complejo como diverso, convierte a la Iglesia en motor de esta Agenda para viralizar la voz de los descartados con la autoridad y independencia que otorga el Evangelio, pero de la mano de todos aquellos que, sin tener conciencia, buscan transformar este mundo polarizado y cargado de desigualdades en una simiente del Reino de Dios.

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