Editorial

Hermanos ante todo

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Hasta que se desató la invasión rusa de Ucrania, el planeta contaba con más de 82 millones de refugiados a consecuencia de las guerras o de cualquier otro tipo de persecución. A ellos hay que sumar ahora los cinco millones de exiliados ucranianos y los ocho millones de desplazados en el interior del país europeo. En este suma y sigue, se cuentan parte de los 280 millones de migrantes que, sin adquirir el estatus especial de protección internacional, también se han visto obligados a dejar su tierra por diferentes razones económicas, sociales o políticas no menos justificables.



El conflicto ucraniano ha desatado un tsunami de ayuda, tanto de las instituciones europeas como de una ciudadanía que ha abierto las puertas de sus casas de par en par a unos vecinos con los que se identifican plenamente  por inercia cultural.

Mientras las víctimas de Putin dejan atrás sus hogares y su vida sepultados por las bombas, el goteo también es constante, amén de los desplazados internos por las guerras civiles, en otras fronteras del planeta, sea cual sea la latitud: entre Siria y Turquía, entre Colombia y Venezuela, entre Myanmar y Bangladesh… Sin embargo, lamentablemente, más allá de una respuesta necesaria y plausible a la emergencia desatada en Europa, la empatía con los de cerca y con los de lejos no es equiparable y la filantropía se desdibuja con los diferentes.

Se genera así una espiral peligrosa de errada solidaridad selectiva que deja al descubierto esa aporofobia denunciada por Adela Cortina que, lejos de aminorarse con la crisis ucraniana, ha aumentado la brecha. Tal es así que, tanto administraciones públicas como ONG, han decidido recortar fondos a proyectos en países en vía de desarrollo para concentrarlos en Ucrania.

Desde un primer momento, la Iglesia ha alertado tanto de los desaforados arranques de asistencialismo a corto plazo, sin continuidad en el tiempo, como de ese doble rasero que lleva a distinguir entre extranjeros de primera y de segunda categoría, una distinción que en no pocas ocasiones se ampara en una tajante diferenciación entre refugiados y migrantes.

Sin carné de catolicidad

Esta denuncia viene acompañada, además, de la ejemplaridad a pie de obra en cada uno de los proyectos eclesiales de migraciones, donde, lejos de pedir un carné de catolicidad, precisamente se busca abrir un camino de dignidad, derechos y oportunidades, para todo el que llega, de cerca o de lejos, venga de donde venga y por la razón que sea. Una perspectiva integral e integradora que nace del “fui forastero y me acogisteis” y se apuntala en Fratelli tutti, pero solo cuando se da un convencimiento sin matices de que el otro no es de primera ni de segunda, es, ante todo, un hermano.