Editorial

Sus muertes no han sido en balde

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Publicado en el nº 2.682 de Vida Nueva (del 7 al 13 de noviembre de 2009).

El vigésimo aniversario de la muerte de los jesuitas de la UCA pone de manifiesto hasta qué punto la Iglesia está comprometida en América Latina con la causa de los más desfavorecidos. La sangre de estos religiosos y la de las seglares que estaban con ellos es una prueba que avala el compromiso por la justicia y por los más pobres en los lugares en los que la dignidad de la persona es vapuleada sistemáticamente. El aniversario no deja de ser un momento más para poner de manifiesto la ardua y evangélica labor de tantas personas, consagradas o no, a la causa del Reino en medio de las dificultades. Sigue resonando con fuerza el mensaje de las Bienaventuranzas: “Dichosos vosotros cuando os insulten y os calumnien por mi causa…”. Es la causa del Reino de Dios.

En un momento en el que la Iglesia necesita de modelos, esta presencia de mártires supone un plus en la larga nómina de cristianos que han sido canonizados para que su ejemplo sirva de luz en la noche oscura por la que la Iglesia atraviesa. Así se ha entendido tanto en el pontificado de Juan Pablo II, tan agudo para buscar modelos de Iglesia en tiempos de persecución, como en el actual, donde Benedicto XVI no deja de reclamar la importancia de estos modelos para una Iglesia acosada y perseguida que ha de ser luz en un mundo que apuesta por el relativismo. En las coordenadas teológicas de los dos pontífices, estos modelos latinoamericanos no deben chocar ni sonar estridentes. La santidad por la vía del martirio siempre fue reconocida desde los primeros tiempos de la Iglesia, independientemente de la situación política en la que se produjera. Es una muerte por “odio a la fe”, y con eso basta para tenerlos como modelo, porque la sangre derramada es la rúbrica más excelsa del seguimiento del Crucificado que vive.

Junto a estos mártires, hay otros muchos en las fronteras en donde la injusticia clama con una voz que la denuncia. Hora es ya de que se contemple su proceso de canonización. La Iglesia en Latinoamérica lo vería como un apoyo y aliento hoy necesarios. Ha pasado el tiempo prudente y el pueblo los tiene ya como santos en su corazón. La Iglesia, como Madre, sólo debe proclamarlos e inscribirlos en el libro de los santos.

Sigue aún vivo el espíritu de éste y otros testimonios que han derramado su vida por los pobres. No es el momento de revisionismos de la teología que enseñaron desde el barro de la miseria. Es el momento de mostrar el rostro de una Iglesia que saca a la luz modelos de vida capaces de servir hoy para alentar al pueblo cristiano, sentir con él la fraternidad y acariciar su tarea, siempre atenta al Evangelio y al pueblo, como otros muchos ya beatificados, mártires de la incomprensión y del odio a la fe. El martirio de Ellacuría y compañeros, y el de otros tantos en diversos países, es semilla para nuevos cristianos que no pueden dejar de callar ante las injusticias que se siguen cometiendo en una tierra regada por el Evangelio con la sangre de sus mártires. Este reconocimiento se convertiría en un puente, hoy necesario, entre Roma y las Iglesias de América. Su sangre no ha sido derramada en balde.