Editorial

Contra el silencio machista

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España cerró 2022 con el diciembre más negro en violencia de género de las dos últimas décadas: 19 mujeres asesinadas. El año 2023 no parece cambiar la tendencia: en dos semanas, cuatro feminicidios. A la vista está que algo –o mucho–falla, tanto en la prevención y protección a las mujeres amenazadas como en la conciencia de una sociedad que ignora las pistas que avisan de un fatal desenlace en la puerta de al lado.



Resulta especialmente alarmante con un Gobierno de coalición que hizo de esta lucha su punta de lanza a través de un Ministerio de Igualdad, anunciando un récord de financiación y recursos, así como reformas legislativas que auguraban un cambio de tendencia radical. Lamentablemente, no ha sido así.

El perfil de las víctimas y de sus asesinos es, hoy por hoy, tan diverso que no entiende de nivel cultural, poder adquisitivo o nacionalidad. Y, lo más preocupante, tampoco de edad. De hecho, un reciente informe de la Fundación SM advierte sobre cierta laxitud en los jóvenes. A pesar de que el 84% opina que la violencia machista es un problema grave de la sociedad, el 18% niega este tipo de violencia.

Con este caldo de cultivo, además de las medidas coercitivas, urge una apuesta real de sensibilización, que pasa por planes educativos en las aulas, pero también por una sensibilización en los adultos. Esta concienciación se juega también en cada una de las presencias eclesiales en medio de la sociedad.

Más allá de los proyectos integrales específicos que ya están en marcha para rescatarlas a ellas y a sus hijos, las parroquias, los colegios, los hospitales y demás obras apostólicas son, a la vez, espacios propicios para que las mujeres puedan compartir el calvario que sufren y encontrar una salida a la losa que soportan.

Hacerse visible

Bastaría con iniciativas tan sencillas como un mensaje explícito en las homilías, una petición de los fieles dentro de la liturgia dominical, un cartel de las campañas contra el maltrato en algún lugar visible, una mínima mención en algún documento episcopal, una presencia oficial en las concentraciones de repulsa… Por no hablar de la necesaria formación de todos, de seminaristas a catequistas, para detectar cualquier indicio y romper la dinámica de un mutismo letal.

Aquellas instituciones de Iglesia que son avanzadilla en la prevención contra la pederastia están descubriendo cómo esta formación contra los abusos se está convirtiendo, a la par, en herramienta para ayudar a destapar tanto casos de bullying como de maltratos. Una Iglesia, un católico, que no denuncia sin paliativos con obras y palabras la violencia machista, como si le fuera ajeno o se tratara de una batalla partidista, se convierte en cómplice. Y no de la mujer. Un ‘no callarás’ se torna mandamiento para salvar una vida.

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