Reflexiones sobre el aniversario de Benedicto y la normalización de la renuncia


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El pasado domingo marcó el 5º aniversario del anuncio de la renuncia del Papa Benedicto, el 11 de febrero de 2013, momento que ninguno de los que los presentes olvidará nunca. Para muchos, la tierra se abrió bajo sus pies y lo impensable, sin aviso, se hizo realidad.

En ese momento, las consecuencias de la renuncia se desconocían y eran potencialmente amenazadoras. ¿Se dividiría en dos la Iglesia? ¿Se confundirían los católicos a la hora de ser leales? ¿Habría una crisis constitucional? ¿Se dividiría el Vaticano en dos sectores, cada uno leal a un papa?

Para una institución cuya resistencia al cambio es mítica, cualquier cambio colosal produce este tipo de reacciones. Cinco años más tarde, sin embargo, aquellas predicciones parecen ahora un poco tontas.

No hay crisis institucional

El balance muestra que la Iglesia católica sigue saliendo del paso –ciertamente dividida, pero si miramos con perspectiva, no más ni menos que lo habitual–. No hay crisis institucional, excepto en las mentes de un puñado de personajes con poca presencia pública. Para bien o para mal, absolutamente nadie tiene dudas de quién lleva la batuta.

Diría más, cualquiera que conozca realmente al Papa emérito, sabe que cualquier ruptura que pudiera seguir a su renuncia, nunca estaría alimentadas por él.

Monseñor Alfre Xuereb, el segundo secretario personal de Benedicto desde 2007 hasta la renuncia, dio recientemente una entrevista en la que reveló que Francisco telefoneó a Benedicto después de su elección y Xuereb confiesa no poder olvidar lo que Benedicto le dijo al nuevo Papa: “Santidad, desde este momento, os prometo mi total obediencia y mis oraciones”. Y hay que reconocer, cinco años después, que Benedicto es un hombre de palabra, sin decir ni hacer nunca nada que pueda ser interpretado como hacer de menos a su sucesor.

La situación se normaliza

Realmente, lo que ha pasado en la Iglesia es –a mayor escala– lo que ha pasado en todas las diócesis en las que el emérito seguía rondando mientras el nuevo obispo tomaba posesión. Es raro y desde luego, desconcertante. La situación del obispo emérito se normaliza y eso es más o menos lo que ha pasado esto últimos cinco años.

Nada de esto minimiza la sensación de shock que agarrotó a la Iglesia tras el anuncio de Benedicto, especialmente a aquellos tradicionalistas dados a pensar en el papado como un puesto de por vida –como dijo Pablo VI una vez: “A la paternidad espiritual no se puede renunciar”–.

Hablé con un cardenal que había asistido al consistorio de la Congregación para la Causa de los Santos en el que tal anuncio fue hecho. Los prelados no tenían ni idea de lo que se les venía encima, y el cardenal dijo que había ido solo porque, hasta ese momento, la Congregación no se había reunido demasiado y pensó que no sería de buenas formas no asistir.

Benedicto hizo su anuncio en latín y este cardenal lo entiende lo suficiente como para comprender lo que les decía. Sin embargo, no pudo procesar el contenido de las palabras del Papa y se quedó sentado mucho tiempo tras el consistorio, intentando entender lo que había oído. Finalmente, me dijo riendo, un oficial vaticano entró y le dijo que tenía que irse, porque iban a apagar las luces y cerrar.

Aturdidos por la noticia

En mi caso, estaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores al otro lado de Roma, asistiendo a una conferencia sobre libertad religiosa. Durante la pausa para el café, mi móvil sonó y era un productor de la BBC, preguntándome si había oído un rumor sobre la renuncia del Papa. Cuando le estaba contando que en el Vaticano los rumores se cuentan por docenas, un colega entró gritando que teníamos que irnos, porque el Papa había dimitido. Mi colega, por cierto, tenía una cara como si hubiera visto una aparición de la Virgen María en la pantalla de su tableta.

Por entonces, yo llevaba 15 años en el Vaticano, había escrito incontables piezas sobre las posibilidades de cuándo y cómo un papa podía renunciar y cuáles serían las secuelas. Había entrevistado a historiadores del Vaticano y otros expertos sobre este tema, incluso había leído una biografía del papa Celestino V, el último pontífice en renunciar voluntariamente en 1294.

Si alguien estaba preparado para absorber el golpe, ese era yo, pero debo confesar que me senté en la sala de prensa del Vaticano completamente aturdido, con la sensación de que acabábamos de entrar en algo así como un espejo mágico en el que, de repente, arriba era abajo y la noche era el día.

Benedicto ya sabía las reacciones

Sin duda, Benedicto ya había previsto todo esto cuando tomó su decisión. Es muy probable que supiera que habría tumulto en el corto plazo y, en algunos cuarteles, pánico al límite. Y es muy probable que también supiera que habría interminables olas de especulación en la prensa sobre el porqué real de su renuncia, oponiéndolas a la explicación oficial de edad y salud.

Sin embargo, su calma y la profundidad de su perspectiva, sin duda le dijo que la histeria duraría poco y la Iglesia estaría bien de nuevo, porque sabe que parte del genio del catolicismo es su capacidad, a lo largo de los siglos, de adaptarse y florecer en casi cualquier circunstancia.

Prueba de que la normalización se ha asentado es que, si Francisco en algún momento decidiera terminar su mandato y renunciar, prácticamente nadie se sorprendería y todo el mundo empezaríamos a especular sobre la llegada del nuevo. En otras palabras: lo de siempre.

El 11 de febrero de 2013 será recordado por muchas cosas: el anuncio mismo, la humildad que reflejaba, y por la cadena de acontecimientos que culminaron en el papado de Francisco. Pero también debería ser recordado por el día en el que la legendaria tendencia de Benedicto de pensar siempre a largo plazo, consiguió su triunfo más importante.