Los pobres y el pobrismo


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Siempre impacta el encuentro con la pobreza. Ya se trate de aquella que aparece en las calles de las grandes ciudades, en personas que duermen y mendigan sobreviviendo como pueden; o como aquella que se puede observar en barrios marginales que se extienden muy cerca de otros, rodeados de murallas y custodios; o la pobreza a nivel global, esa que es posible observar cuando de alguna manera llegan las noticias de millones de personas viviendo en condiciones inhumanas. A todos afecta, pero no todos reaccionan de la misma manera.

En el Evangelio, en la parábola del Buen Samaritano, Jesús plantea solo dos alternativas: “dejarse llevar por las entrañas” o “dar un rodeo”. La primera implica conmoverse, acercarse, tocar, hacerse cargo; la segunda supone tomar distancia, desviarse del camino, mirar para otro lado. El Señor propone una encrucijada, no hay espacio para una opción intermedia. La simplicidad de la respuesta de Jesús es desafiante, invita a mirar el propio corazón y caminar; en una dirección o en otra, hacia el caído o hacia el otro lado. En cualquier caso es un caminar apresurado. Ya sea para acercarse a las heridas o para alejarse de ellas, lo que sea hay que hacerlo rápido.

Sin embargo, el Maestro de Nazaret, siempre respetuoso de la libertad, no dice qué hacer en cada caso; señala un camino, pone un ejemplo, pero cada día cada situación será nueva y exigirá una respuesta diferente. De hecho, desde los primeros momentos de la vida de la Iglesia hasta hoy, las personas y comunidades que a ejemplo del samaritano se han acercado al caído, lo han hecho de muy distintas maneras. No hay dos pobres iguales, no hay una respuesta única. Sí hay una única actitud posible, conmoverse, dejarse llevar “por las entrañas”, por lo que hay de mejor y más humano en cada corazón. Esa conmoción siempre ha de llevar a la acción, a ocuparse, a dejar de lado la indiferencia, —que es la más inhumana de las respuestas— pero a partir de allí el abanico de las acciones concretas se abre en un sin fin de posibilidades. No hay dos ricos iguales, ninguna situación se repite.

La actitud ante el pobre es clave, en ella se decide nuestra salvación o nuestra perdición. “Tuve hambre y me diste de comer”, ¿cuándo Señor?, “cada vez que lo hiciste con uno de estos”. Ese es el “santo y seña”, esa es la llave de ingreso al Reino. Todo lo demás serán palabras que se lleva el viento, solo buenas intenciones. “Entonces los que están afuera, llamarán y dirán: ‘Señor, ábrenos.’ Pero él les contestará: ‘No sé de dónde son. ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras calles.’ Pero él contestará: ‘No sé de dónde son’” (Lc. 13,25). Esta escena también se repite a cada momento y la respuesta de un día no sirve para el siguiente. No hay duda posible, ellos, los pobres, tienen la llave. Por eso “los últimos serán los primeros” y los que se creen ricos deben mendigar la entrada. Y esto también cada día, no solo el último; cada día entramos al Reino o quedamos afuera.

Ante un asunto tan grave y decisivo parece lógico que las excusas de quienes se alejan para no dejarse conmover sean infinitas. Una de ellas, de moda en nuestro tiempo hipócrita, es lo que podríamos llamar “el pobrismo”, la ideología de aquellos que no ven en los pobres personas concretas sino el fundamento de su opción política. No hace falta saber mucho de psicología para darse cuenta que detrás de esa actitud se esconden resentimientos personales o, — es muy probable — una torpe manera de no ver ni aceptar la propia pobreza. “Ocuparse de los pobres” puede ser una forma de sentirse rico. Estar “junto a ellos” es una manera de no ser uno de ellos. Quizás, incluso sea una manera de sentir, al menos por un tiempo, la sensación de poseer las llaves y no tener que mendigarlas.

Quienes verdaderamente conocen la pobreza de cerca, son quienes la experimentan en sí mismos, la sufren y la lloran. Esos son aquellos que se acercan como el buen samaritano. Sus rostros y sus manos nunca se muestran crispados y violentos, no juzgan a los otros; simplemente se dejan llevar por la ternura que aprendieron del Maestro.