Cardenal Cristóbal López Romero
Cardenal arzobispo de Rabat

Llorar sobre todos los muertos


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Cuando estas líneas sean publicadas, ¿hacia dónde habrá evolucionado la situación de la Franja de Gaza? Ojalá hacia caminos de paz.



Hoy quiero emplear las 400 palabras que Vida Nueva hace el honor de publicarme cada semana para reivindicar mis derechos y fijar mi posición ante la situación que se está viviendo en Tierra Santa, esa tierra en la que nació, vivió, murió y resucitó Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios vivo, el rostro de la misericordia de Dios, el Camino, la Verdad y la Vida.

No se trata de hacer un análisis político: no sería este el lugar adecuado, ni es mi oficio, ni sabría hacerlo; doctores tiene la Iglesia y expertos hay en el mundo. Pero sí quiero hacer mía la expresión de Marie-Armelle Beaulieu, una cristiana que vive en Jerusalén desde hace más de 30 años: “Reivindico llorar sobre todos los muertos”, dice ella. Y yo me uno. Reivindico mi derecho a sentirme hermano de todas las víctimas y a sentirme herido en cada una de ellas.

Y que no se me califique por ello de “equidistante”, porque yo estoy completamente escorado; sí, estoy completamente posicionado en contra de todas las guerras y totalmente a favor de la paz. Por eso, condeno todos los ataques, también aquellos que se presentan, falsamente, como legítima defensa.

No sé si se encontrará una salida a esta situación, pero nuestra obligación, como género humano, como humanidad, es buscarla. No desesperadamente, sino con toda la esperanza y contra toda esperanza (esta expresión paradójica de la lengua española que significa perseverar en el intento, aunque no se vislumbre humanamente ningún resultado).

Contra la indiferencia

Mientras, hagamos crecer en nosotros el interés y la compasión por los que sufren, como antídoto contra la peste de la indiferencia. Dejemos que nuestro corazón, aunque duela, vibre y reverbere en la misma onda de quienes mueren y están heridos o viven muertos de miedo en ese lugar que vio nacer al Príncipe de la Paz.

Y los que creemos en Él, no podemos dejar de lado el recurso último y primero, inasible pero potentísimo, que es la oración. La impotencia que seguramente sentimos nos remite a nuestro ser finito y limitado, a nuestra pobreza existencial. Y es ahí donde brota nuestro grito desesperado: “¡Señor, sálvanos que perecemos!”. Él viaja con nosotros en la barca que es este hermoso planeta azul. Confiemos.