La Iglesia en Argentina ante el espectáculo de la corrupción


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Ante un pueblo con niveles de pobreza escandalosos, los políticos hablan de miles de millones gastados en sobreprecios, sobornos y todo tipo de corruptelas; y lo hacen con toda naturalidad, como si no se tratara de algo nauseabundo que pone en evidencia la raíz misma de esa pobreza que, también con pasmosa hipocresía, dicen que les preocupa y que hacen lo posible por solucionar.

Hartos ya de tanta mentira los ciudadanos parecen resignados. Nunca alguien va preso por robar millones, nunca se devuelve lo que se ha robado, ¿por qué pensar que esta vez será diferente? La injusticia, aceptada socialmente como algo normal, genera una indiferencia que hace más fácil el “trabajo” de los que sin ningún escrúpulo continúan saqueando lo que pertenece a los pobres.

Cualquier conocedor de las nociones más elementales de los procesos sociales, y se supone que los políticos lo son, sabe que estas situaciones siempre terminan en violencias incontrolables y en autoritarismos de todo tipo. Pero parece no importar. Cada uno atiende a su juego y el bien común naufraga a la deriva.

Desde la Iglesia resuenan denuncias y advertencias. Hace muchos años. Demasiados. ¿Realmente no se puede hacer otra cosa? Hoy muchos sectores de la sociedad levantan su voz para reclamarle a la Iglesia su inacción durante la dictadura. Se le reclama a la jerarquía por no haber sabido hacer, entonces, nada más que denuncias y advertencias, reacciones tibias y vacilantes ante una tragedia con dimensiones de genocidio. Denuncias y advertencias, justamente lo que se está haciendo ahora. ¿Llegarán días en los que de la jerarquía de hoy se diga lo mismo que se dice de la de ayer? Quizás entonces la pregunta sea ¿que hizo la Iglesia mientras se robaron el país? Se dirá “qué hizo”, no “qué dijo”. ¿Tendremos en esos días las mismas pobres respuestas que ofrecemos ahora cuando se nos pregunta sobre los tiempos de la dictadura?

¿Realmente no se puede hacer otra cosa? No se trata de formar un partido político que nos retrotraiga al nacional-catolicismo, por fortuna semejante torpeza ha sido abandonada hace tiempo. Pero, sin entrar en la política partidaria hay mucho por hacer. Por ejemplo: ¿qué lugar ocupa en nuestras catequesis, en la pastoral juvenil o en la familiar el tema de la corrupción? ¿Qué espacios hay en nuestras parroquias, colegios u otras instituciones para reflexionar con seriedad sobre estas cuestiones? ¿Qué se enseña en las clases de teología y doctrina social de la Iglesia en nuestras universidades? Dicho sea de paso, muchos de los corruptos hoy denunciados, y de los jueces inoperantes, han pasado por esos claustros. Como en su momento muchos personajes de la dictadura también eran egresados de nuestras instituciones. ¿No sería suficiente este dato para replantearnos a fondo la función de nuestras estructuras educativas? ¿Alguien lo está haciendo?

No parecen suficientes los lamentos y las denuncias; no es necesario ni conveniente que la jerarquía se comprometa en la politiquería cotidiana; pero hacia el  interior de la Iglesia aun sigue pendiente una tarea inmensa y urgente.