El pastor, los lobos y la imagen de la Iglesia


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En el momento en el que la Iglesia decide avanzar en un camino sinodal, es decir, en un camino que se hace con otros, que se recorre en comunión junto a Pedro; en esos mismos momentos aparecen los escándalos, las desinformaciones, los ataques que se dirigen al pastor pero que tienen como último objetivo al rebaño.

La III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, que reflexionó sobre la problemática actual de las familias, puso de manifiesto la comunión de la Iglesia, que no es uniformidad ni discurso único sino precisamente comunión, una unidad en el Espíritu difícil de comprender para quienes creen que la unidad se puede construir en la Iglesia de la misma manera que en los partidos políticos o las empresas.

Desde el punto de vista doctrinal, el fruto del Sínodo quedará plasmado en el documento que el papa Francisco elabore a partir de los aportes de los obispos; pero, desde el punto de vista pastoral, el fruto ya está a la vista: la Iglesia camina unida dialogando sobre temas difíciles y preocupada por la vida de sus miembros más débiles, esas numerosas familias que no logran plasmar en la realidad los ideales que tenían en sus orígenes; esa inmensa cantidad de niños que, con dolor y desconcierto, tienen que superar situaciones en las que son víctimas inocentes.

No es casual que, en el mismo momento en el que se enfrentan los problemas más acuciantes –la familia, las finanzas, la organización de la curia romana– aparezcan en escena los lobos merodeando cerca del rebaño. Poco a poco va aflorando una nueva faceta de este Papa cercano y lleno de ternura: su fortaleza y su capacidad de conducción. Un error muy común es asociar cercanía y simpatía con debilidad; en el caso de Francisco, detrás de su sonrisa no hay debilidad alguna; su ternura es manifestación de fuerza. Quien crea lo contrario se equivoca y a medida que pase el tiempo irá descubriendo la dimensión de su error de cálculo.

Por una parte, el viaje a Cuba y a Estados Unidos, el Sínodo y el constante aumento de la popularidad y el cariño que despierta Francisco. Por otra un sacerdote que aparece con su pareja del mismo sexo, una carta extraña que no se sabe bien quién la firmó y la revelación de datos sensibles sobre las finanzas vaticanas que conllevan la detención de un monseñor y una laica. No hay proporción; el Papa genera transformaciones históricas y algunos hechos marginales pretenden un protagonismo sin futuro.

La imagen de la Iglesia

En medio de estas controversias, algunos se preocupan por la imagen de la Iglesia y así, nuevamente, caen en el error de confundir a la Iglesia con otro tipo de institución. Desde los primeros días de su existencia, la Iglesia mostró una manera original y única de presentarse en sociedad. Basta leer los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles para entender que esos primeros discípulos nunca estuvieron preocupados por su imagen.

Es probable que, si los evangelistas hubieran contado con el consejo de modernos “asesores de imagen”, no hubieran dejado por escrito varias cosas. Por ejemplo el relato de Jesús en el huerto de Getsemaní, o la demora en llegar a salvar la vida de su amigo Lázaro, o la aceptada proximidad con prostitutas y otros personajes de la peor calaña. Es posible que los “asesores de imagen” hubieran recomendado borrar la expresión “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” e incluso ese encuentro a solas con la samaritana, que a los apóstoles los deja tan perplejos que no se atrevían a preguntarle nada.

Pero la mayor prueba de que los autores sagrados no contaron con asesores de imagen la encontramos en la manera en la que se habla de los mismos Apóstoles. No se disimula ninguno de sus errores o defectos; incluso en ocasiones se los subraya. No se oculta que no entendían a su Maestro ni tampoco las rencillas internas por ocupar los primeros lugares. Asombrosamente el que queda más expuesto en este señalamiento de limitaciones es nada más y nada menos que Pedro.

¿Se trata de un descuido? Al contrario. Detrás de ese aparente descuido hay un mensaje muy claro: la eficacia de la evangelización no depende del testimonio inobjetable de los miembros de la comunidad; no son una comunidad de perfectos sino de pecadores perdonados. Y la eficacia es obra del Espíritu Santo, no de ellos y de sus virtudes personales. Sus debilidades forman parte del anuncio de la Buena Noticia.