El laberinto Grassi


Compartir

El caso del padre Grassi, un sacerdote que hace mucho tiempo fue denunciado por el abuso de niños confiados a su cuidado y que tuvo una enorme repercusión mediática en Argentina, se fue convirtiendo con el paso de los años en un interminable laberinto, plagado de idas y venidas incomprensibles para los quedesconocemos los vericuetos de los tribunales de la Justicia. En estos días, finalmente las cosas llegaron a un final: la Corte Suprema de Justicia, por unanimidad, lo condenó. No caben más consideraciones. Es cierto que la justicia se puede equivocar, pero no por eso se puede discutir, un fallo judicial de esta magnitud solo se puede acatar. En una sociedad que quiere vivir en el marco de la ley, una vez que la justicia se pronuncia no hay espacio para el debate.

Aclaradas las cosas en el ámbito civil se avanzará en el eclesiástico. El final de ese proceso es previsible: en poco tiempo el “padre Grassi” será un ciudadano preso llamado “Julio César Grassi”, ¿fin de la historia? No. La vida seguirá, y ese ser humano no va a desaparecer de la faz de la tierra por una sentencia judicial ni por la condena social. Quizás los años de reclusión lo lleven a reconocer sus errores y pida perdón; pero puede ocurrir también que pase el resto de su vida proclamando su inocencia. En cualquier caso, preso, libre, arrepentido o reclamando justicia, vamos a tener que convivir con él y con muchos como él. La prisión y la expulsión del ministerio sacerdotal son castigos, sin dudas necesarios, pero no suficientes. Muchas preguntas seguirán sin respuesta. Convertir a estos personajes en chivos expiatorios de graves problemas sociales y eclesiales nunca resueltos nos impide llegar a la raíz de las cuestiones que están en juego.

El abominable crimen del abuso de menores impulsa a algunos a referirse a los pedófilos como si fueran seres que hay que exterminar. Como no es posible la pena de muerte se reclama la prisión y, en el caso de los sacerdotes, la expulsión del orden sacerdotal. Es un reclamo justo y habitualmente así se hace cada vez que un caso es probado ante la justicia. Pero sería un error pensar que de esa manera se termina la cuestión. Para la Iglesia y para la sociedad la herida sigue abierta. ¿Cómo pudo haber ocurrido? ¿Cuáles son las razones profundas para explicar que personajes enfermos, psicológica y moralmente, hayan accedido al sacerdocio? ¿Quién está investigando esto? ¿Qué medidas se están tomando?

La solución llamada “tolerancia cero”, que apunta al castigo y la expulsión de los eclesiásticos que cometen estos delitos, es una reacción bienvenida e indispensable, pero no es una solución. Es más, si no va acompañada de otras medidas puede empeorar la situación, porque en última instancia es una manera de aumentar el nivel de represión, y la psicología más elemental nos enseña que este tipo de patologías aparecen en ambientes represivos. Parece necesario que el mismo empeño que se pone en condenar y expulsar se ponga también en indagar hasta lo más profundo las causas de esta verdadera tragedia para la vida de la Iglesia.

Si la represión no es suficiente ¿qué habría que hacer? ¿Cómo se logra superar un ambiente represivo que facilita la aparición de estas perversiones? Lo contrario de la represión no es la eliminación de todas las barreras morales y sociales. Se supera la represión cuando se educa en la libertad y en la responsabilidad; cuando se genera un clima en el que todo se puede hablar; cuando ningún tema ni sentimiento es tabú; cuando se permite entrar el mensaje purificador de Jesús hasta en los rincones más oscuros del alma. Él es nuestra libertad. Convertir el mensaje de Jesús en un mensaje represivo y angustiante es una de las tergiversaciones más profundas del Evangelio. El inmenso problema que enfrentamos no es solo psicológico o policial, es en primer lugar espiritual.

Lo más importante que está ocurriendo en la Iglesia con respecto a esta cuestión no es la “tolerancia cero” y las duras penas que están recibiendo los culpables. Lo significativo, lo que con el tiempo permitirá superar estas dolorosas cuestiones está en otro sitio. Los que se detienen en la superficie de las cosas y en los detalles escabrosos que se ventilan en los medios no lo perciben pero una verdadera transformación se está operando y es nada menos que el Papa el que está al frente de esa revolución. Sí, Francisco, con sus palabras y sus gestos, está haciendo añicos esas espiritualidades represivas que tanto daño han hecho y que han desfigurado el mensaje de Jesús. Algunos se asustan, pero el Pueblo de Dios ya está en un nuevo camino impulsado por el aire fresco del Espíritu. Ese aire que también purificará aquellos espíritus atormentados y atrapados en siniestros laberintos.