Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Del adviento y sus diálogos


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Cualquier tiempo es bueno para el diálogo, es decir, para pasar a la oralidad, a la oración. El encuentro con el otro, tantas veces deseado, tiene algo de imprevisible y puede cargarse de expectativas que se cumplen o defraudan. Una llamada, un mensaje, una nota, incluso una mirada o un recuerdo nos ponen en la pista de algo de mayor calado: el tiempo dedicado, rasgado o entregado; el tiempo como interrupción y ruptura de lo normal y lo planificado; el tiempo denso que, con sus preguntas, se recordará y volverá sucesivamente.



El adviento tiene mucho de estas conversaciones y diálogos. Por supuesto, María y Gabriel, pero también Juan y Jesús, los discípulos impertinentes o despistados o heridos, la gente que se acerca buscando ser sanada o simplemente a escuchar qué tiene que decir este supuesto Maestro convertido en Señor, confesado como Mesías. El evangelio es diálogo y en su diálogo, no solo en la meditación y en la oración tranquila, nos involucra. Evidentemente, no para memorizar y repetir, sino para celebrar y encarnar su dinamismo vital, su horizonte de salvación, su exceso de amor por la humanidad hasta el milagro más cotidiano. El adviento tiene, en sí mismo, ese impulso que sale hacia quien viene.

Más allá de las palabras extraordinarias con las que habitualmente hablamos de todo, que nos superan tanto en la carne como nuevamente en el deseo, el diálogo siempre es posible. Una Iglesia abierta a la conversación es una Iglesia que se reconoce, que se enriquece, que ya abre las puertas, que ya sale hacia el otro, que ya acoge, comprende, atiende, escucha. Una Iglesia, la de los cristianos corrientes y molientes, sentada para la conversación o hablando mientras va de camino ya es una Iglesia que se deja hacer por la novedad, frente a la terrible y violenta repetición del “siempre se ha hecho así”, como si ese siempre se ha hecho así fuera eterno.

¿Qué tiene este diálogo de adviento que sea propiamente esperanzador?

Diría que la misma esperanza que María, la misma que puede preguntar, la misma que abre la posibilidad del “hágase”, la misma que tiene la oportunidad previamente celebrada, alegre y llena de gracia.

También la misma que Juan en nuestros particulares y propios desiertos, en los arduos trabajos y tareas, en la exigente preparación y anuncio del Reino creído, amado y deseado.

La misma que la de los discípulos que van haciendo comunidad y compartiendo camino día a día, en la acción cotidiana, en la pregunta ingenua, en la respuesta torpe, en la fidelidad de quien sigue dando pasos, en la atención a la vida o a las parábolas explicadas de la vida, y que quiere seguir bebiendo de esa misma fuente para saciarse y llegar a la plenitud.

La misma que a tantas personas hace acercarse a Jesús con docilidad, quizá con miedo, con parálisis, cegueras, sorderas o demonios que rugen dentro como león queriendo devorarlos. La misma que confía en alguien más que en sí mismo, que aguarda como Simeón o como Ana a la entrada, que intuye y vive sabiendo que Dios es un Dios que se acerca, y también escucha y acoge, e igualmente habla y actúa. La misma esperanza que nos une a los demás creyentes, a la humanidad que siempre cree y anhela.