Ausencia de Dios


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El mundo está plagado de diversos males por donde le busquemos. Los problemas sin solución aparente se multiplican y nuestro esfuerzo en cambio pareciera llevar las cosas de mal en peor. Mal componemos una cosa cuando parecemos descomponer otra. Nuestra vida está llena de imprevistos, infortunios, sufrimiento e injusticia.

No me refiero a que se me despostille una uña, me enoje con mi pareja o pierda mi equipo favorito. Hablo de una niña abusada sexualmente por su padre durante toda su infancia, de la tortura que un sádico infringe a sus víctimas antes de matarlas, de generaciones de esclavos tratados peor que animales de carga, de poblaciones enteras incineradas por armas de destrucción masiva.

Si creemos en la existencia de un Dios de amor, omnipotente y misericordioso, tarde o temprano nos preguntamos ¿Dónde estabas Dios, cuando esto [me] sucedió?

La experiencia del mal

Comencemos por aclarar dónde no está Dios. No está perpetrando el ultraje, ni maquinando retos de sufrimiento para cada uno de nosotros. No tiene como hobbies el apretar sin ahorcar, ni mandarnos males justo por debajo del límite de nuestras fuerzas, solo para ver si nos crecemos al castigo. Dios nunca es el origen del mal ni tampoco es una especie de actor sádico espiritual, aunque haya múltiples voces que así lo pinten.

Mencionemos también que nuestra libertad humana es completa y es también cien por ciento en serio. Así como podemos comprobar en carne propia que somos capaces de entregarnos a quienes amamos sin pedir nada a cambio, también podemos hacer un mega drama por algo insignificante y no cambiar de postura si no nos da la gana. Cuando esto lo llevamos a una escala social, nos convertimos en estas creaturas capaces a la vez de operar hornos crematorios y también de entrar a ellos recitando un salmo (Frankl, 1979). El mal es acto humano, no divino.

Si Dios no es el origen del mal, ¿Qué papel juega en ello? En esas situaciones de mal puntual, tangible, inevitable e innecesario que nos desorientan y desarticulan, en el ultraje ¿Dónde estás Dios mío? Personalmente me rehúso a pensar que Dios tiene un rol rescatador, distante o permisivo ante el mal, pues veo un actuar creador, íntimo y trascendente.

Considero que la respuesta al papel de Dios frente al mal, tiene dos partes. Una entendible desde el razonamiento y otra es únicamente experimentable desde el amor de la fe. Frente al mal que nos aqueja, Dios está en la pasión compartida, en la certeza de la luz, en la voluntad para no desfallecer y en el camino de liberación. Y esto sucede al menos en cuatro planos entrelazados entre sí que son vida interior, relaciones, colectividad y especie humana.

Desde el amor que reúne

Al igual que todos, a lo largo de mi vida, he sido víctima de diversos ultrajes. Físicos, afectivos, emocionales, relacionales, económicos y sociales. Considero que soy más afortunado que algunos y menos que otros. Ante ellos, he albergado rencores en mi corazón y también he maquinado planes de venganza. Me he permitido transformarme de víctima a perpetrador. Me he evadido en el cinismo, refugiado en la adicción y hundido en el pesar, para escalar penosamente una escalera que poco a poco me permitiera salir de ese infierno del aturdimiento nihilista, con un éxito incierto.

Las experiencias del mal, del sufrimiento, de la injusticia y de la muerte parecen invitarnos a dudar de la fe, pero también es cierto que en múltiples ocasiones renuevan nuestra búsqueda por Dios. También he experimentado en carne propia esa liberación y gozo purificante, que no es fruto del esfuerzo de mi voluntad, ni hallazgo proveniente de mi razonar, pues entiendo muy bien cómo y cuándo se dan estos resultados.

Unas cuantas de mis heridas han sanado con años de trabajo, estudio y reflexión sostenidos, pero la gran mayoría han sanado por Gracia. Males y vicios que me aquejaron desde que tengo conciencia de mí mismo desaparecieron de repente y no fue por coincidencia ni por afán propio. La acción de Dios en mi vida erradicó mi mal personal. De inmediato. Totalmente. Gratis. Eso no sucedió por mis méritos, ni me hace mejor que nadie. No tengo nada de qué presumir y sí mucho por agradecer.  Si acaso, tal vez me haga un poco más consciente de que así es y por eso me atrevo a invitarte a que te concedas a ti mismo la apertura a esa experiencia. Esta es parte de la realidad íntima de las cosas.

Desde lo que entendemos

Dijimos que, ante el ultraje, Dios está presente al menos de cuatro formas: en la pasión compartida, en la certeza de la luz, en la voluntad para no desfallecer y en el camino de la liberación.

Primero, en cada ultraje vivido, Jesús te acompañó en sufrimiento, lloró junto contigo porque no hubiera alguien para protegerte de ese mal puntual y esa forma de violencia. Por Su cruz tú y yo entendemos la bestialidad e inconciencia del mal. Comprobamos Su amor sin límites, en forma de pasión compartida. Escuchamos Su voz diciéndonos que el paraíso -y no la muerte- está al final del camino (cfr. Lc 23, 43).

Segundo, hoy en día es evidente lo que pasa en nuestras sociedades cuando todo mundo afirma su superioridad moral atribuyéndole los males que vivimos al de enfrente o al que nos precedió. Nos dividimos en izquierdas y derechas, administraciones presentes y anteriores, fifís y chairos, creyentes y ateos. Nosotros los buenos y ellos los malos. Nadie cede un ápice y en tal confrontación perdemos la punta de la madeja rumbo a la violencia generalizada y la decadencia. Dios responde, despeja las tinieblas de la ética moderna y su acción es como la de un faro, que nos invita a ver a Luz, en exhortaciones a una vida recta, acciones de misericordia y vida en comunidad. Mandamientos, bienaventuranzas y dones espirituales.

Tercero, ante cada daño injusto e inevitable, Dios está alentándonos a no desfallecer. Se manifiesta en las mil formas de renuevo que reparan fuerza física y aliento espiritual. Adquiere forma en palabra, sacramento, acompañamiento y restitución. Cuando elevamos esto a acciones de equipo, está guiándonos a recrear nuestra convivencia al estudiar su revelación, incrementar la sacralidad de nuestras vidas, perfeccionar nuestra felicidad y sistematizar la justicia social.

Cuarto, ante el problema del mal humano, la acción liberadora de Dios se revela en realidades sorprendentes e insospechadas. En la vida interior no solo llama al perpetrador a la conversión, sino que también inspira a las víctimas para que no se conviertan en futuros perpetradores. En lo relacional, nos enseña bondad, generosidad y perdón como normas de vida. En lo colectivo, hay una realidad histórica milenaria que libera a un pueblo esclavizado, materializa sus promesas en un Dios-con-nosotros y nos hace universalmente partícipes de vida eterna.

Ante el mal humano, Dios se hace presente en compasión, guía, esperanza y liberación. Ahora solo falta que tú y yo verdaderamente queramos salir de Egipto.

 

Referencia: Frankl, V. (1979). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder