¿Cómo acoge la Iglesia a los curas secularizados?

Ilust-curas-secularizados(Vida Nueva) Se cuentan en España 5.500 curas secularizados. En este Año Sacerdotal, cabe preguntarse: ¿cómo es la acogida que les presta la Iglesia? ¿Cómo se sienten estos mismos sacerdotes? En la sección de ‘Enfoques’, el periodista José Carlos Rodríguez aporta su testimonio en primera persona. Junto a él, Alphonse Borrás, vicario general de Lieja (Bélgica), comparte sus reflexiones para seguir “construyendo Iglesia”.

 

¿Estigmatizados de por vida?

jose-carlos-rodriguez(José Carlos Rodríguez Soto– Periodista y sacerdote secularizado) El domingo 13 de enero de 2008 permanecerá siempre en mi memoria. Aquel día celebré la Eucaristía en una escuela de Kampala y, a continuación, me dirigí para hacer lo mismo en un pueblo cercano. Fue mi último servicio pastoral como sacerdote. Tras volar a Madrid esa misma noche, dos días después me encontré en un escenario harto distinto: haciendo cola a las puertas de una oficina del INEM. Atrás quedaban dos décadas de duro trabajo en el norte de Uganda con comunidades rurales desplazadas por la guerra y con niños soldado. Tras 22 felices años de sacerdocio, mi vida tomó otro rumbo. Delante de mí se presentaba un mundo desconocido: papeleos sin fin, despistes y desorientación en mi propio país, búsqueda de trabajo a una edad en la que muchos se prejubilan y los mil retos de ser padre de familia. La primera frustración me golpeó al cabo de dos meses, cuando el INEM me comunicó que no tenía derecho a recibir ningún subsidio de desempleo, ya que mis años de trabajo en África no contaban. Años, por cierto, tampoco cotizados a la Seguridad Social ni remunerados. Empecé desde cero, aunque mis estudios de Periodismo me hicieron tener más suerte que otros a la hora de buscar trabajo. Y mi congregación –los combonianos– me ayudó hasta que pude conseguir una cierta estabilidad.

Dicen que somos 5.500 sacerdotes secularizados en España. Cada historia es diferente, pero es posible que la experiencia de muchos sea similar a la que acabo de contar. Si las cosas fueran de otra manera en la Iglesia, muchos de los que nos hemos casado estaríamos encantados de poder seguir ejerciendo el ministerio, subsanando así en alguna medida el invierno vocacional que vivimos. Pero tal vez sea mejor ser realistas y admitir que esa posibilidad, hoy por hoy, está cerrada y más vale no enzarzarnos en una discusión que suele acabar en un diálogo de sordos. Más allá de polémicas, creo que se facilitaría bastante el entendimiento si los cinco mil y pico empezáramos por admitir, con humildad, que un día prometimos ser célibes y no lo cumplimos. Despojarnos de la autodefensa y de la tendencia a echar las culpas a otros (tengamos o no razón) puede allanar muchos caminos.

No todos los casos siguen el mismo patrón. Hay quien se tomó la molestia de intentar regularizar su situación, y hay quien se desentendió del tema, entre otras razones porque –hasta hace muy poco– conseguir la secularización era un farragoso proceso que podía tardar muchos años, durante los cuales el ex cura se quedaba en una situación de limbo. Hoy día las cosas parecen haber cambiado, y desde Roma se agilizan los procedimientos, por lo menos para los casos que parecen irreversibles. Personalmente, en poco más de un año yo recibí mi dispensa, lo que hizo posible que mi mujer y yo pudiéramos celebrar nuestro matrimonio, aunque no pudimos hacerlo en el pueblo de ella, en Uganda, porque –a pesar de tener todos nuestros papeles en regla– el obispo ordenó al párroco que nos cerrara las puertas.

No me sorprendió demasiado. En apenas año y medio, la experiencia me ha enseñado que en muchos ambientes se nos mira como si lleváramos un estigma. Se nos aconseja que celebremos nuestra boda “sin pompa” y que procuremos vivir alejados de las parroquias donde ejercimos nuestro ministerio. Si uno se permite expresar opiniones sobre la Iglesia consideradas poco ortodoxas (aunque haya obispos que las defiendan), el apelativo de “cura secularizado” se lanza como arma arrojadiza para descalificar al que las sostiene, tachándole de “rebotado” o “resentido”, cuando no de “Judas”. En muchos ámbitos de la Iglesia uno se encuentra con puestos de enseñanza vedados o, por lo menos, con actitudes que te hacen sentir como persona poco grata. Lo viví en mis propias carnes el año pasado, cuando fui despedido de una prestigiosa institución de la Iglesia española tras seis meses de trabajo marcados por sospechas y frases pronunciadas a medias. Habrá de todo, pero por lo que llevo visto, generalmente en instituciones de la vida religiosa la actitud suele ser mucho más comprensiva y flexible, algo muy de agradecer.

Al comienzo del Año Sacerdotal, el cardenal Bertone declaró que este acontecimiento buscaba también “una reanudación del contacto, de la ayuda fraterna y, si es posible, volver a unirse con los sacerdotes que por diferentes motivos han abandonado el ejercicio del ministerio”. Sería muy de agradecer que estas palabras no cayeran en saco roto.

 

Diálogo, encuentro e integración

Alphonse-Borrás(Alphonse Borrás– Vicario general de la diócesis de Lieja, Bélgica) Me preguntan qué está haciendo hoy la Iglesia y qué debería hacer con los sacerdotes casados. No me toca hablar “en nombre de la Iglesia” en general. Ni tampoco me corresponde dar lecciones, ni siquiera consejos. Más sencillamente, prefiero compartir unas reflexiones para alimentar un debate y, sobre todo, seguir “construyendo Iglesia” los unos con los otros. Antes de nada, hay que decir rotundamente que los sacerdotes secularizados forman parte de la Iglesia. En su tiempo, su decisión muchas veces nos entristeció y, en ciertos casos, nos decepcionó. Pero fue una decisión tomada en el sagrario de su conciencia. Son y siguen siendo nuestros hermanos en la fe.

Y, desde esa perspectiva, como en todo camino de fe, y más todavía en todo encuentro humano, la actitud fundamental sólo puede ser de apertura. No porque esté de moda o por parecer “buenos cristianos”, sino porque todo ser humano, sobre todo un hermano en la fe, merece que se le preste la atención que exigen su presencia, su encuentro y, mucho más, su interpelación o reivindicación.

Quien dice apertura, dice escucha. Si uno quiere jugar limpio, dicha escucha sólo puede ser activa, interactiva, dialogal. Ahora bien, el diálogo verdadero y sincero siempre es un riesgo. Supone de antemano no sólo una suficiente confianza mutua y que se abandonen prejuicios o juicios perentorios, sino que también ambas partes se liberen de su buena conciencia en el diálogo: por parte nuestra, la que podría resultar de la observación de la norma; y, por parte suya, la que podría surgir de una auto-afirmación de profetismo. Cabe recordar a los unos que, sin la caridad, la letra de la ley es estéril; y a los otros, que uno no se hace profeta, sino que es reconocido como tal por los demás.

Este Año Sacerdotal podría ser una oportunidad para encontrarnos con estos hermanos cuya vocación no pudo desplegarse tal y como esperaron en la ilusión de su juventud y en sus primeros años de ministerio. Bajo este aspecto, no se puede negar que, en diverso grado según cada persona, han conocido un fracaso personal. Pero, ¿quién de nosotros no ha fracasado en un aspecto u otro de su vida? Y este fracaso ha sido superado gracias a su voluntad de seguir adelante, al afecto de los demás, a su íntima convicción de actuar según su conciencia, etc. Bien sabemos que ese fracaso ha sido en muchos casos una aventura pascual de morir a algo –a un proyecto inicial, a un sueño de juventud, a una profunda dedicación sacerdotal, etc.– para renacer con confianza y, sobre todo, en la fe. A pesar de las vicisitudes de su vida, muchos de nuestros hermanos secularizados han seguido siendo verdaderos testigos del Evangelio.

Diálogo, encuentro e integración. Es imposible volver atrás. Tampoco hay que imaginar un cambio de la disciplina. En mi opinión, aunque dogmáticamente no haya ningún obstáculo para un presbítero casado –hay en la Iglesia católica sacerdotes casados en los distintos ritos orientales–, dicho cambio no me parece ni recomendable ni oportuno desde una perspectiva ecuménica, en la medida en que varias Iglesias de la Reforma van descubriendo el valor del celibato ministerial o consagrado. No descarto, en cambio, que, frente a situaciones extremas de ciertas diócesis, se pueda llamar al presbiterado a hombres casados, a título de excepción. Aquí, como en toda dispensa, sería el bien de la Iglesia lo que determinaría proceder de modo excepcional sin cambiar la disciplina.
Sin embargo, un diálogo en la verdad no puede ser insensible a varios hermanos secularizados en su deseo de poder involucrarse en el ministerio de la Iglesia. Aunque no todos lo desean, algunos estarían dispuestos a comprometerse en ese sentido.

Salvo el ministerio de la presidencia y los actos sacramentales, lo que daría lugar a equívocos, se podría examinar su eventual contribución a su comunidad eclesial, teniendo en cuenta la trayectoria de cada uno, el modo de haber orientado su vida desde que dejaron el ministerio, su ilusión en seguir dando (algo de) su vida por la causa del Evangelio, y, al fin y al cabo –siempre según cada cual–, su adhesión a Jesucristo y su afán de servir a la Iglesia. Valdría la pena, pues, en ese diálogo –sobre todo si tiene lugar con su obispo–, examinar, dentro de los límites de la disciplina y de la praxis de cada diócesis, cómo acoger a estos hermanos –y a sus esposas y familias–, para que juntos sigamos ofreciendo el testimonio del Evangelio.

Tal dinámica de encuentro e integración supondrá, por parte nuestra, el respeto de nuestros hermanos secularizados y de su libertad; y, por parte suya, la valoración de ese tesoro de entrega que el celibato ministerial ha supuesto y supone en la Iglesia. ¡Ojalá este Año Sacerdotal nos dé la gracia de realizar este diálogo en la verdad!

En el nº 2.678 de Vida Nueva.

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