¿Cómo se realiza el nombramiento de los obispos?

(Vida Nueva) ¿Qué requisitos se exigen para el nombramiento de un obispo? ¿Qué procedimientos se siguen? Algunas semanas después del Pliego que publicó Vida Nueva con el título En busca del obispo soñado (nº 2.601), el semanario somete el tema del nombramiento de los prelados a los enfoques de un profesor de Derecho Canónico, Antonio Viana, de la Universidad de Navarra, y de un laico, miembro de la Asociación Cultural Karl Rahner, Sergio Damas Arroyo.

 

Comunión entre la Iglesia universal y las Iglesias locales

(Antonio Viana-Profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Navarra) Dos cuestiones distintas pero en estrecha relación se presentan al tratar del nombramiento de obispos. La primera, los requisitos de idoneidad que han de exigirse al candidato al episcopado; requisitos o criterios que han ido conformando el ideal católico del obispo hasta concretarse en exigencias de preparación intelectual, formación doctrinal, experiencia y virtudes. La comunidad cristiana busca y espera sobre todo buenos pastores, con toda la carga de trabajo, servicio y santidad que comporta esa expresión en la mejor tradición del catolicismo. Hasta llegar a identificar la persona idónea, otros fieles podrán intervenir en el procedimiento previo dando su opinión y respetando, al mismo tiempo, la intimidad y buena fama de los candidatos.

Una segunda cuestión es la referente a los procedimientos concretos de selección y nombramiento de los obispos. Como sabemos, esos procedimientos son de suyo hasta cierto punto variables. Escribo hasta cierto punto porque este aspecto no es meramente instrumental ni funcional, ya que manifiesta aspectos profundos referidos a la constitución de la Iglesia. Si el obispo está llamado a servir sobre todo a la Iglesia particular para la que es designado, hay que considerar al mismo tiempo que esa posición es inseparable del servicio a toda la Iglesia. En efecto, la colegialidad episcopal, lejos de ser un sentimiento indefinido, comporta “la solicitud de los obispos por las otras Iglesias particulares y por la Iglesia universal”, de modo que “la dimensión colegial da al episcopado el carácter de universalidad” (Juan Pablo II, Pastores gregis, n. 8). Por estos motivos, me parece que los mejores sistemas de selección y nombramiento del episcopado son aquellos que permiten (o permitirían, en el caso de que no existieran) una participación de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares más directamente afectadas. En cambio, sería menos apropiado un procedimiento que sólo reconociera la elección constitutiva en la Iglesia particular, sin participación de las demás Iglesias ni de la Sede Apostólica o, viceversa, un sistema que de hecho sólo admitiera la intervención de la Curia Romana en el nombramiento.

Supuestas estas consideraciones que tienen como base el principio constitucional de la relación inmanente entre la Iglesia universal y las concretas Iglesias particulares, es cierto que los sistemas de nombramiento de obispos deben estar abiertos de suyo a una evolución natural que permita ajustarlos mejor a las necesidades y situaciones de las diócesis en los distintos momentos históricos. No es sólo que la Iglesia haya conocido diversas variantes históricas, que han afectado a los sujetos del nombramiento de los obispos y a los participantes en el procedimiento previo de selección (además del Papa: los obispos de la provincia eclesiástica, los cabildos, el pueblo de la diócesis, las autoridades civiles). Es que, además, esas variantes son hoy reconocidas también por la legislación y las costumbres locales. Son bastante diferentes los sistemas previstos por la legislación latina de 1983 y la oriental de 1990, ya que las Iglesias católicas de Oriente tienen reconocida una amplia autonomía en la selección y nombramiento de obispos. Además, las legítimas costumbres locales y la influencia histórica del poder civil (difícil de evitar, a causa de la relevancia social del ministerio de los obispos, y que con frecuencia ha limitado la libertad de la Iglesia) acentúan aún más esa posible diversidad de procedimientos.

Por tanto, estamos ante un tema en el que se entrecruzan distintas cuestiones de orden histórico y político, además de las estrictamente internas a la Iglesia. Y sin embargo, son criterios eclesiales los que finalmente deberían prevalecer, de manera que sea elegida una persona que posea en lo posible las cualidades necesarias para el ministerio episcopal; y sin que sufran innecesariamente, la paz y la unidad de la Iglesia particular que debe ser provista. Este último problema no deja de ser relevante en ocasiones, a causa de presiones injustas de los medios de comunicación o de los poderes políticos locales e incluso nacionales. Un sistema exclusivamente local de designación de los obispos es más permeable a esas malas influencias a causa de la cercanía de éstas y el esfuerzo añadido que se pide a los actores para garantizar la objetividad, la rectitud y la independencia de juicio.

El sistema ordinario de selección y nombramiento de obispos en la Iglesia latina está regulado sobre todo por el canon 377 del Código de 1983. A decir verdad, se trata de un sistema mejorable, sobre todo en la línea de permitir una participación de los obispos de la Conferencia Episcopal que vaya más allá de la mera presentación de listas, o incluso de otras personas, de modo que el procedimiento no dependa tanto del criterio y actuación del nuncio apostólico, como ocurre hoy. Sin embargo, el sistema actual supone al menos la determinación de componer, en la fase previa al nombramiento por el Papa, la participación de algunos representantes de la Iglesia particular directamente afectada por el procedimiento, la de otras Iglesias particulares interesadas y el criterio de un representante cualificado de la Sede Apostólica. Es decir, expresa en cierta medida la interacción entre la Iglesia universal y las Iglesias locales.

 

Otras estructuras, otros cauces

(Sergio Damas Arroyo-Asociación Cultural Karl Rahner) Son muchas las preguntas que han aparecido con un impulso nuevo a raíz de las recientes declaraciones acerca del nombramiento de ciertos obispos. La elección de los obispos no es la primera vez que se utiliza desde ámbitos políticos. Ya ocurrió en el año 1995, precisamente cuando se postulaba monseñor Blázquez para dirigir la diócesis de Bilbao. Nos parece importante diferenciar entre los dos debates tan sutilmente entrelazados que están sobre la mesa: de un lado, el debate político que se supone que en aquel caso esperaba plantear el señor Arzalluz en torno a la realidad del fenómeno vasco; de otro, la reflexión que desde la propia Iglesia se demanda desde hace ya tiempo.

Ambas discusiones reclaman de una serenidad y seriedad incuestionables. En primer lugar, sería importante que, de una vez por todas, diferenciáramos el estrado político del púlpito eclesiástico; de ahí que aquéllas nos parecieran improcedentes por la tribuna elegida para realizarlas. Éste es sólo un ejemplo más de las tensiones en las que se ve involucrada la Iglesia, que no está ni para legitimar las aspiraciones nacionalistas ni las de la derecha ultraconservadora. Pero tampoco su papel es el que le desean conferir los ultralaicistas, quienes la conciben como “los curas y las monjas”, relegándola a un ámbito privado.  En este sentido, la Iglesia tiene que ser una instancia crítica con la política, porque su papel no debe ser temporal. Tiene que apostar definitivamente por el Evangelio, donde lo importante son las personas, no la religión. Por tanto, sí que tiene un papel público, en defensa de la justicia y en defensa de los derechos humanos. Eso sí, sabiendo dónde están sus límites. Porque no está para dictar las normas morales al gobierno de turno. La Iglesia no está ni para servir a los políticos, ni para servirse de los políticos.

Así pues, habría que ser extremadamente cauteloso, porque no se trata de un debate entre izquierdas y derechas, ni entre nacionalistas y españolistas, sino de una reflexión a realizar dentro del seno de la Iglesia, en la que el protagonismo lo deben tener aquéllos que se consideran parte de ella. Desde este punto de vista, es imprescindible plantearse qué imagen de Dios y de Iglesia tenemos. Si como Iglesia entendemos lo que popularmente se conoce como “los curas y las monjas”, en donde la voz y el voto reside en manos del clero, el debate queda drásticamente cerrado: corresponde a ellos, exclusivamente, el pronunciamiento a todos los niveles sobre el perfil del candidato que se desearía.

Sin embargo, si hemos incorporado lo postulado en el Concilio Vaticano II, comprenderemos que la Iglesia la conforma el Pueblo de Dios, pueblo en el que los laicos, gentes de a pie, ciudadanos de la calle, desempeñan un papel insustituible, porque la radicalidad del Evangelio es para todos. Por qué no contar con comunidades parroquiales, comunidades cristianas, congregaciones, grupos cristianos… Desde esta perspectiva, entendemos que el planteamiento debiera ser completamente distinto. Habría que facilitar los cauces apropiados para el pronunciamiento; cauces ágiles, dinámicos, de verdadero peso, de manera que aquel interesado en participar no se perdiera en macroestructuras que lo engullen por completo. En ese sentido, los obispos no deberían ser impuestos.

Porque el debate en sí de la elección de prelados esconde otro mucho más profundo acerca del modelo de Iglesia por el que apostamos. Un modelo anquilosado en una elección oligárquica denota una clara desconfianza de lo que el Pueblo de Dios puede (y debe) aportar. Una Iglesia más democrática no es una Iglesia asamblearia, sino consciente del insustituible papel que jugamos cada uno, de que la sociedad del siglo XXI demanda otro tipo de estructuras. Si nuestra sociedad se estructura democráticamente, ¿qué sentido tiene apostar por otro tipo de estructuras eclesiales? ¿Son realmente útiles las actuales estructuras para difundir el mensaje de Jesús en el mundo moderno?

Son muchos a los que les gustaría que se contara con su opinión, y de sus argumentaciones, no cabe duda, se enriquecería también la Iglesia. Gentes interesadas en que su perfil de obispo también fuera susceptible de ser evaluado y de “subir al marcador”. Porque no somos indiferentes al talante que deseamos para el coordinador de nuestra diócesis: pastor, cercano, que traduzca el Evangelio de una manera entendible a los cristianos de hoy, misericordioso, atento a los signos de los tiempos, profético en sus denuncias…

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