Hosffman Ospino: “No podemos reducir la contribución del laico a la gobernabilidad del cuerpo eclesial”

El teólogo colombiano, radicado en EE.UU., forma parte del cuerpo docente del curso global de sinodalidad que comienza este 2 de marzo

19 libros y más de 240 artículos académicos y generales publicados, fue presidente de la Academia de Teólogos Católicos Hispanos de los Estados Unidos (ACHTUS, por sus siglas en inglés) y actualmente sirve en la junta directiva de la Sociedad Teológica Católica de América (CTSA, por sus siglas en inglés).



Son las credenciales de Hosffman Ospino, un colombiano –radicado en EE.UU.– profesor de teología y educación religiosa en la universidad jesuita Boston College, presenta para hablar sobre sinodalidad.

Como investigador se ha volcado a explorar cómo la fe y la cultura dialogan en los procesos de educación católica y la construcción de comunidades de fe en ambientes multiculturales, por eso, forma parte del equipo de profesores del ‘Hacia una Iglesia constitutivamente sinodal’ y desde este 2 de marzo tendrá la responsabilidad de abordar el tema “Nuevos ministerios bautismales”. Habla con Vida Nueva al respecto.

Contribuciones de los laicos

PREGUNTA.- A partir de Praedicate Evangelium el Papa da un golpe de timón sobre el rol de laicos y laicas en el gobierno de la curia romana, ¿cómo avanzar en ello sin que se quede solo en el papel?

RESPUESTA.- No cabe duda de que la afirmación de la participación de los laicos en el gobierno de la vida eclesial es una buena noticia para todos. El Espíritu Santo concede a la comunidad de bautizados muchísimos dones para que podamos avanzar la misión evangelizadora y fortalezcamos a la Iglesia como institución.

No acoger las muchas contribuciones que los laicos podemos aportar a la gobernabilidad eclesial es privar al cuerpo eclesial de talentos y perspectivas que pueden ser de mucho beneficio para todos. ¿Cómo darle vida a este ímpetu? Tres estrategias vienen a la mente.

Primero, necesitamos una catequesis más robusta y estratégica que inspire a los laicos a entender mejor lo que significa ser bautizados. En particular una catequesis de adultos. Sin una clara apreciación de la vocación bautismal, son muy pocos los laicos que en algún momento discernirán que son llamados por Dios para ayudar a la Iglesia en sus necesidades ministeriales y en particular de gobierno.

Hay que entender que la participación de los laicos en el gobierno de la Iglesia no puede limitarse a meras habilidades técnicas, o a contribuir recursos económicos o traducir lo que se ha aprendido en otros campos para aplicarlo a la vida eclesial, aunque todos estos esfuerzos pueden ayudar mucho.

Tampoco hemos de reducir la contribución del laico a la gobernabilidad del cuerpo eclesial a una serie de tareas intermedias y auxiliares, o a cubrir espacios de servicio temporalmente porque no tenemos suficientes ministros ordenados. Desde una perspectiva eclesiológica, participar de la gobernabilidad de la Iglesia es una vocación enraizada en la experiencia bautismal. El resto viene por añadidura.

Segundo, ya existen muchos laicos en varias partes del mundo que de facto sirven en posiciones eclesiales y son parte de grupos que ayudan a la Iglesia en términos de gobernabilidad. Esto significa que podemos aprender mucho de estos agentes laicos.

En el caso de los Estados Unidos, el cual es el contexto que mejor conozco, existe una historia de más de medio siglo de evolución de lo que llamamos ministerio eclesial laical. Decenas de miles de laicos con títulos de postgrado en teología y en otras áreas trabajan de lleno en las estructuras eclesiales – parroquias, diócesis, colegios, organizaciones ministeriales – y muchas de estas personas apoyan los procesos de gobierno de dichas estructuras.

Al mismo tiempo, hay otras partes del mundo en donde dichos ministerios y la presencia laical a dichos niveles es muy diferente. Por consiguiente, se necesitará reconocer que darle ímpetu a la participación laical en procesos de gobierno eclesial va a ser distinto dependiendo de la realidad eclesial local. Así que tendremos que estar abiertos a cierto nivel de subsidiariedad y de experimentación que responda a las necesidades locales. Pero ya tenemos buenos ejemplos en varias partes del mundo.

Por último, es imprescindible que se invierta en la formación teológica, ministerial y profesional de los laicos que son llamados a servir apoyando las estructuras de gobierno eclesial. Así como la Iglesia institucional, en sus distintas expresiones, cubre los costos de la formación del clero y los miembros de la vida consagrada, también es urgente crear mecanismos que preparen a los laicos para que puedan servir efectivamente y con las debidas credenciales.

Para ello hay que establecer programas de alta calidad de formación en universidades católicas, seminarios y centros especializados, idealmente a nivel de postgrado, en donde los laicos se puedan formar. Soy partidario de la formación teológica de laicos, consagrados y candidatos al ministerio sacerdotal juntos. Prepararse juntos les permitirá compartir un currículo de formación similar, crecer en el sentido de afirmación mutua y crear lazos de colaboración que más adelante darán frutos cuando esté trabajando juntos en la actividad ministerial.

Aclarar tergiversaciones

P.- ¿Cómo lograr que la sinodalidad prospere en medio del clericalismo, las oposiciones ideológicas y hasta soslayos voluntarios?

R.- Sorprende el nivel de resistencia en varios espacios eclesiales a la propuesta de abrazar el espíritu sinodal de nuestra Iglesia, o al menos a tratar de entenderlo mejor. Un buen número de católicos ven esta categoría eclesial como algo superpuesto e incluso como una novedad.

Ni lo uno ni lo otro. El asunto se complica más cuando se mezcla una conversación que es de carácter teológico y espiritual con temas ideológicos e incluso con el hecho de que algunos no quieren a este u otro líder eclesial.

Así que para que la conversación sobre sinodalidad prospere, necesitamos purificar intenciones y aclarar tergiversaciones. Necesitamos hablar de sinodalidad como adultos en la fe. Eso requiere humildad y apertura a la conversión, lo cual sólo puede ocurrir si dejamos que el Espíritu Santo obre en nuestras vidas.

Me parece que cualquier católico que haya leído el Concilio Vaticano II conscientemente, al menos las cuatro constituciones, puede reconocer naturalmente el sentido y visión de la sinodalidad. Creo que podemos comenzar por allí.

Parece que muchísimos católicos en todos los niveles, incluyendo un buen número que sirve en posiciones de liderazgo eclesial y otros que se dedican a enseñar y a opinar sobre asuntos eclesiales en distintos espacios, no han hecho todavía una lectura honesta, consciente y espiritual del Concilio.

Es posible que algunos hayan estudiado estos documentos a la ligera, citando breves apartes de vez en cuando, pero hay que volver a ellos una y otra vez. Necesitamos que todo seminario, universidad católica, colegio católico, instituto pastoral y centro de formación pastoral, entre otras entidades, ofrezca cursos y cátedras especializadas en el Concilio Vaticano II.

Pero no cátedras opcionales sino requeridas. ¿Cómo puede entenderse un sacerdote o un(a) religioso(a) o un ministro eclesial laico que no sea un profundo conocedor del Concilio Vaticano II? Hemos de hacer un esfuerzo concertado para que las distintas áreas de formación de líderes eclesiales – ordenados, consagrados y laicos – hagan conexiones claras al Concilio en todas las áreas de estudio, particularmente aquellas de carácter pastoral.

Lo que digo es de sentido común y debería ser algo institucionalizado después de 60 años desde el concilio, pero todavía no es así. Existe mucha ignorancia sobre el Concilio Vaticano II, la historia de la Iglesia en general y las experiencias de acogida del Concilio que han dado tanda vida a la comunidad católica en el último medio siglo.

Nos encontramos en un momento histórico en el cual se nos invita a reencontrarnos con la visión pastoral del Concilio Vaticano II y la manera como nos posiciona como Iglesia, de manera radicalmente evangélica y profética, frente a la urgencia de la evangelización y a nuestra relación con el resto de la humanidad.

El Concilio Vaticano II invitó a todos los católicos a ahondar en nuestra identidad bautismal de manera intencional, a escuchar al Espíritu Santo que habla por medio de todos los bautizados en distintos lugares y momentos, y a avanzar responsablemente de la acción evangelizadora de la Iglesia.

Estas tres dinámicas, entre otras, apuntan a una manera profundamente dinámica y colaborativa de ser comunidad eclesial. En gran parte, dichas dinámicas son un correctivo a modelos eclesiales que privilegiaban la voz y la acción de un grupo pequeño de católicos, asumiendo que el papel del resto era escuchar, obedecer, seguir y ayudar cuando se les pida.

El Concilio Vaticano II es un llamado al potenciamiento de todos los bautizados a la luz de las distintas vocaciones que hemos recibido. Con el lenguaje y espíritu de la sinodalidad, la cual es una característica esencial de lo que la Iglesia es y ha sido desde el comienzo del cristianismo, la visión del Concilio cobra vida y se nos invita a ser la comunidad eclesial que Dios quiere en la historia.

P.- ¿Por qué la resistencia a la invitación a acoger la experiencia de ser una Iglesia sinodal?

R.- Propiamente, la sinodalidad no es algo que tengamos que buscar o confeccionar pues nuestra Iglesia es de facto sinodal. Ser sinodal es parte de su naturaleza. El desafío es actualizar lo que ya somos, fomentarlo y hacerlo vida. El hecho de que una persona o un grupo decida no hacer esto no implica que la Iglesia vaya a dejar de ser sinodal.

Y esto nos tiene que llenar de humildad. Creo que muchos católicos no entienden la sinodalidad simplemente porque no ha sido invitados a profundizar o se rehúsan a acoger la visión del Concilio Vaticano II y otros documentos similares dentro de nuestra tradición.

Muchos no se han dado la oportunidad de ser parte de los procesos sinodales propuestos en años recientes, lo cual les hace sentirse marginalizados. También hay que reconocer que algunos católicos han usado la categoría sinodalidad para avanzar propuestas que poco tienen que ver con la experiencia eclesial o propuestas que son complejas y requieren mucho más discernimiento.

Éste parece ser un momento propicio para fomentar conversaciones que tengan como meta última fomentar la comunión eclesial. El método de conversación espiritual que se ha venido fomentando recientemente es un modelo pedagógico excelente para hacer esto. Sin escucharnos con respeto y cariño no hay actualización de la dimensión sinodal de la Iglesia.

Ni extremismos ni relativismos

P.- Ha habido más escándalo por las bendiciones a parejas gais y divorciados, pero no ha habido esta vehemencia cuando un niño migrante muere o por el flagelo de los abusos, ¿cuándo los bautizados entenderán un concepto “bien dimensionado” de Iglesia puertas abiertas?

R.- Hablar de una Iglesia de puertas abiertas debe llevarnos a preguntarnos cuál es la razón última de ser comunidad eclesial. La Iglesia “existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”, como nos lo recordó el Papa Pablo VI en Evangelii Nuntiandi, n. 14.

Son palabras a las cuales hemos de regresar frecuentemente como punto de referencia. Ellas hacen eco a las palabras del mismo Jesucristo cuando después de su resurrección envió a la comunidad de creyentes a evangelizar: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19-20).

Estos dos textos revelan algo muy interesante. La Iglesia es una comunidad de puertas abiertas, no porque está posicionada estáticamente en un lugar privilegiado esperando a que la gente se acerque y demuestre qué tanto valor tiene para ser digna de ser parte de dicha comunidad. No podemos tratar a la Iglesia como un club en el cual si careces de credenciales o de ciertas perfecciones ya no mereces ser miembro.

La Iglesia es una comunidad de puertas abiertas porque está constantemente en salida, porque existe en un estado permanente de misión. La Iglesia no evangeliza para escoger a los más puros o a quiénes tienen más mérito. La Iglesia sale a invitar incansablemente a todos los que quieran encontrarse con Jesucristo resucitado y con su mensaje de esperanza.

La invitación al encuentro con el Señor es universal, y todo ser humano está invitado a responder. Al mismo tiempo, al evangelizar, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, la Iglesia opta preferencialmente por los más pobres, vulnerables y necesitados.

Si hay alguien que expresa la necesidad de experimentar el amor de Dios o de aprender más sobre Jesucristo y su Evangelio en compañía de la comunidad eclesial, realmente no importa su condición de vida, nuestra actitud debería siempre ser de acogida. Eso es lo que en el fondo significa el término “católico”: todos son bienvenidos a participar de la invitación que Dios a experimentar su amor salvífico en Jesucristo.

Por supuesto, como comunidad eclesial tenemos el derecho y la responsabilidad de ser claros con relación a nuestras convicciones de fe, y las implicaciones de dichas convicciones en la manera como actuamos en la vida diaria, individual y comunitariamente.

Considero que tener claridad con relación a lo que creemos y practicamos es fundamental. Eso nos da identidad y nos permite hacer una propuesta clara a un mundo que busca opciones de vida creíbles. Sin embargo, nuestra propuesta no es una de ser un sistema de pertenencia basado en perfecciones.

Como Iglesia, Dios nos llama a establecer comunidades en donde todos somos bienvenidos tal como somos. Dios nos llama a ser Iglesia con el objetivo de crecer, ayudarnos mutuamente, entender la complejidad de la experiencia humana, abrazar el misterio insondable de Dios y caminar juntos.

Esto no ocurre de la noche a la mañana; es una experiencia que dura toda nuestra existencia. Con el tiempo aprendemos unos de otros, haciendo nuestro el mensaje del evangelio y discerniendo las expectativas de la comunidad eclesial. Todo esto lo hacemos como miembros de la misma comunidad, “adentro”, sin excluir o ser excluidos.

Es irónico que muchos de los debates en la Iglesia católica sobre quiénes están “adentro” o quienes están (o deberían estar) “afuera” hacen referencia a bautizados católicos. Éste parece ser un buen momento para evaluar nuestras convicciones eclesiológicas y pastorales.

En principio, si somos bautizados como miembros de una comunidad eclesial, ya somos de facto Iglesia. Así que como bautizados ya estamos “adentro”, y esto incluye a creyentes católicos cuyos estilos de vida pueden diferir de ciertos estándares que rigen nuestra convivencia eclesial.

Hemos de cuidarnos de no caer en dos tentaciones contemporáneas: un puritanismo excluyente o un relativismo vacío. Jesús llama para acoger, sanar e invitar a la humanidad a vivir las exigencias evangelio, y lo hace consciente de lo complejo que es nuestra condición humana.

Ser una Iglesia de puertas abiertas, una Iglesia que realmente acoge con el amor que Cristo acogió a todos los que le buscaban, exige adentrarse en el misterio de lo humano con una actitud de misericordia y acompañamiento. Mientras más humanos seamos, más fielmente viviremos nuestro cristianismo.

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