Dorothy Day y la revolución del corazón

La periodista y beata Dorothy Day, siempre en defensa de los pobres y la justicia social

Dorothy Day nació en Nueva York en 1897. Pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Chicago. Allí estudió durante dos años en la Universidad Urbana Champaign de Illinois, antes de regresar a Nueva York con su familia en 1916. En Nueva York, Dorothy encontró trabajo como reportera para The Call, el único periódico socialista de la ciudad. Luego trabajó para la revista The Masses, que se opuso a la participación de los Estados Unidos en la guerra que azotó Europa y se cerró en septiembre de 1917. Ese noviembre, Dorothy Day fue detenida porque estaba entre las cuarenta mujeres reunidas frente a la Casa Blanca para protestar contra la exclusión de las mujeres del derecho al voto.

En Nueva York, la joven periodista llevó una vida muy inquieta, bohemia. Comenzó una relación con un periodista mujeriego, Lionel Moise, de quien se enamoró locamente. Ella quedó embarazada y abortó. Fue una experiencia dolorosa que la marcó para siempre. Pensó que se había vuelto estéril y que nunca más podría tener hijos. Tuvo otras relaciones, pero no podía olvidar a ese don Juan irresponsable que reaparecía de vez en cuando en su vida.

Más tarde conoció un amor más maduro, con el que realmente vivió un período de mayor estabilidad emocional y afectiva. Su nombre era Forster Batterham y era botánico. Con él contrajo una unión civil estable. Vivían en Staten Island, en una casa con vistas al mar. Con Forster, Dorothy aprendió el amor por la naturaleza. Y un día se sorprendió al encontrarse embarazada. En un proceso de renacimiento interior y alegría intensa, tuvo una hija a quien le dio el nombre de Tamar Theresa.

El nacimiento de su hija

Ese nacimiento fue la culminación de su encuentro con la felicidad, gracias a la relación con Forster y, al tiempo, un llamado definitivo a ver en Dios el centro de su vida: “Ninguna criatura humana puede recibir o contener una inundación tan fuerte de amor y alegría como la que a menudo experimenté después del nacimiento de mi hija; vino de ahí la necesidad de alabar, adorar”.

Su ideología, su militancia y todo lo que había aprendido y vivido hasta ese momento generó en ella un gran conflicto interno entre la llamada de Dios y las rupturas que esto le exigía. La llamada de Dios prevaleció sobre todo lo demás y Dorothy, con la inmensa gratitud que llenaba su corazón, decidió que la elección correcta era bautizar a su hija en la Iglesia católica. “No quería que mi hija debatiera y tropezara en la vida como tantas veces había debatido y tropezado yo. Quería creer, y quería que mi hija creyera, y pertenecer a una Iglesia podía ofrecerle una gracia tan inestimable como la fe en Dios y la compañía amorosa de los santos; entonces lo que tenía que hacer era bautizarla como católica”.

Tamar Theresa fue bautizada antes que su madre. Dorothy esperó el 28 de diciembre del año del nacimiento de su hija para ser bautizada, después de una ruptura dolorosa y definitiva con Forster, debido al abismo religioso que se había creado entre ellos, que se hizo aún más profundo tras el nacimiento de Tamar Theresa. El precio que Dorothy tuvo que pagar por su decisión de bautizar a su hija y abrazar la fe católica fue enorme: el final de su unión con un hombre que amaba y la pérdida de varios amigos y compañeros.

El estigma de ser madre soltera

Así comenzó una nueva etapa en la vida de esta extraordinaria mujer. Su personalidad, el ser portadora de un cuerpo femenino, habitado por deseos y acostumbrada a estremecerse de placer ante las caricias del hombre amado; un cuerpo que había generado, dado a luz y alimentado a su querida hija, que desde ese momento sería la fuerza de su vida; un cuerpo que después de la separación de la pareja tuvo que enfrentar la soledad y el peso de luchar como laica y madre soltera en una sociedad que discriminaba a las mujeres y en una Iglesia marcada por el machismo: todo esto selló, desde entonces, el destino de Dorothy. Pero será ese mismo cuerpo que vibre con compasión y solidaridad hacia todos los hombres y mujeres pobres e infelices que se cruzarán en su camino y hacerle experimentar como propios los sufrimientos del mundo y de la humanidad.

Después de separarse de Forster, conoció a Peter Maurin, el gran compañero y socio en su vida espiritual y en su trabajo apostólico. En él, Dorothy encontró un cristiano y un reformador con quien vivió una comunión de mente y sentimientos. En 1933 comenzaron juntos el Movimiento de Trabajadores Católicos (Catholic Worker Movement), que no solo publicó un periódico influyente, sino que también fundó numerosos albergues para atender a las víctimas de la Gran Depresión que había golpeado su país después del colapso bursátil en 1929. En esa época de su vida, Dorothy Day dio el paso definitivo de vivir como y con los pobres.

Temas como la justicia y la transformación de las estructuras sociales –consideradas por la Iglesia de sus años jóvenes como extrañas a la búsqueda de una salvación individual a través del crecimiento espiritual, separada de la responsabilidad por la organización del mundo– siempre la habitaron y ahora se confirmaban y daban sentido a su existencia. Vio claramente que no es suficiente luchar contra los efectos de la pobreza. La pobreza es un mal y debe ser erradicada. Por lo tanto, es necesario transformar la sociedad en la raíz. Reflexiones similares muestran que Dorothy Day, en la experiencia de su fe católica y su misticismo, recibe de Dios inspiración y conocimiento, lo que la sitúa aún más adelante de las reflexiones más avanzadas de los católicos de su tiempo.

Pecado social

Estas reflexiones, multiplicadas en sus escritos, la presentan como pionera de los movimientos que surgirían más tarde en la Iglesia. La conciencia del pecado social y la necesidad de soluciones estructurales en lugar de soluciones paliativas y fragmentarias, por ejemplo, habrían estado presentes en la teología de la liberación que estalló con fuerza en la Iglesia latinoamericana de los años setenta.

Dorothy Day fue revolucionaria, pero coherente con lo que ella llamaba “revolución del corazón”. Sin duda era una mística, pero una mística fuera de lo común. En los años sesenta fue apreciada y alabada por los líderes de la contracultura, como Abbie Hoffman, quien la describió como la primera hippie, una descripción que le gustó y aprobó. Escribió apasionadamente sobre los derechos de las mujeres en los años diez, pero se opuso a la revolución sexual de los años sesenta, después de haber observado los efectos devastadores en los años veinte.

Consiguió mantener una actitud progresista en la defensa de los derechos humanos, sociales y económicos con un sentido muy ortodoxo y tradicional de la moralidad y la piedad católicas. Su devoción y obediencia a la Iglesia no fueron sin embargo ciegas o acríticas. Por ejemplo, condenó públicamente al general Franco durante la Guerra Civil Española, y esto le supuso la oposición de muchos católicos norteamericanos, religiosos y laicos.

Tuvo que cambiar el nombre de su periódico, Catholic Worker porque aparentemente “el término ‘católico’ implica una conexión eclesial oficial, cuando ese no era el caso”. Sus principales luchas fueron a favor de la justicia y la paz. Por ellas vivió y murió. Su peregrinación terrenal terminó el 29 de diciembre de 1980 en Maryhouse, Nueva York, donde murió entre los pobres.

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