Bernardo Adam

Exequias del sacerdote en el barrio Cartagenita, Facatativá, población donde vivía en la época de su muerte.

Le Mans, 1932−Facatativá, 1996

Hace veinte años falta su presencia en sectores sindicales y populares que “la iglesia poco alcanza”1.

Los jóvenes que hacia 1972 alfabetizábamos en la Nocturna del Barrio Fátima, le decíamos Bernardo; algunos le decían ‘El Mono’. Era entonces “un misionero de izquierda”, un “sacerdote obrero” que se ganaba la vida con las clases que dictaba en la Alianza Francesa. Tenía alquilada una pieza en el barrio El Carmen. Después de franqueada la puerta de metal rojo, se encontraba una habitación con un catre rústico. Se pegaban a las paredes una estufa de gasolina, sobre una mesita, una biblioteca hecha de tablas sin pulir separadas por ladrillos prensados (recuerdo libros de Paulo Freire, Asturias, Torres Giraldo, Liévano Aguirre, Fernando González, Mao Tse-Tung). La mesa y las sillas de las reuniones ocupaban el centro de la habitación. Todo el mobiliario venía de Pasaje Rivas.

Este era el estilo de vida del cura siempre vestido de jeans y chaqueta de cuero y que hablaba un castellano con fuerte acento, pero sintácticamente casi impecable. Para seguir el “crecimiento de los muchachos”, se desplazaba en moto por los dos barrios obreros mencionados, y por San Vicente Ferrer y Alquería de la Fragua. Su “práctica del Ver, Juzgar y Actuar” buscaba que comprendiéramos la realidad del sindicato, la comunidad y el país en que vivíamos y que procediéramos a transformarla. No hablábamos de asuntos personales. Tal vez por eso sé muy poco de él. Era evidente su desgano cuando le preguntábamos sobre cosas de Francia.

La actividad de Bernardo le granjeó problemas con la jerarquía eclesiástica. “Antes de alcanzar cinco años, el obispo de Bogotá me echó”. Volvió a Francia como “sacerdote, conductor de buses”. Pero le pudo, creo, el amor a Colombia: “Después de veinte meses en Francia vuelvo a Colombia más aplomado, con las mismas utopías, pero con métodos distintos”. El sacerdote, llegado a la América Latina de “dictaduras, Che Guevara y Camilo Torres”, de Golconda, S.A.L. y Teología de la Liberación, encontraba en la Iglesia “lentitud cuando no involución”. Mientras el Concilio Vaticano II y el episcopado latinoamericano planteaban orientaciones renovadoras y progresistas en un mundo de inmensas desigualdades y extrema pobreza, la jerarquía eclesiástica colombiana estaba cooptada por el Frente Nacional, sistema político que excluía a partidos distintos del Liberal y el Conservador.

Bernardo llegó al país en medio de esta situación de la Iglesia y en un momento en el que se desarrollaban profundos cambios. En Los años sesenta: una revolución en la cultura, anota Álvaro Tirado Mejía: migración del campo a la ciudad impulsada por la violencia posterior al asesinato de Gaitán, ampliación acelerada del sistema educativo y educación mixta, cambios en las costumbres sexuales, políticas de control natal, proyectos fallidos de reforma agraria, surgimiento de agrupaciones guerrilleras. Ante la “represión” oficial y una democracia restringida, la vía de las armas no era descabellada. Bernardo, sin embargo, no cedió a la tentación de la violencia por la que optaron varios sacerdotes notables. Quería sí lo que vagamente se llamaba entonces cambio de estructuras.

Encontrar a este “militante y hombre del Evangelio” a mis 18 años marcó al adolescente. Pese a que siempre fui pobre, su austeridad extrema me impactó. Este cura de espíritu inquieto y de palabra a veces cáustica, afianzó para siempre mi amor a esta tierra, el deseo de conocerla y la utopía de la justicia social.

1. Igual que las otras citas, la expresión proviene de una carta que escribió Bernardo poco antes de morir, en 1996. Este texto de dos páginas, unas notas mías de 1997 y mis recuerdos son las fuentes directas de esta crónica

Luis Hernando Vargas T.

Compartir