Ser uno más para que Chiapas se levante

Dos misioneros le agradecen a Francisco por visibilizar a los migrantes e indígenas

 

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De la esperada misa del Papa en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, quedará para el recuerdo la petición de “perdón” de Francisco por los crímenes cometidos contra los indígenas. Pero si ese fue un gesto cargado de simbolismo, no lo fue menos la intrahistoria de algunos de los 100.000 fieles que le acompañaron en la ceremonia, en su mayoría pertenecientes a pueblos originarios y a grupos migrantes de paso en uno de los principales puntos de frontera desde Centroamérica hasta Estados Unidos.

El jesuita español José Luis González Miranda, que ha asistido junto a 800 integrantes de su parroquia, en Frontera Comalapa, explica a Vida Nueva hasta qué punto ha sido revitalizadora para la comunidad local la presencia papal: “Se ha visto su mucha empatía con Francisco, que habla su misma lengua y que ha palpado las heridas de este país crucificado por la violencia, la migración y la marginación de los pueblos indígenas. Es una lástima que no se haya podido organizar un evento más popular y masivo, ya que el Gobierno ha limitado el cupo de participantes a 90.000. Bergoglio ha celebrado ya misas para varios millones de personas, pero aquí le tenían miedo”. Según insinúa, más que a un atentado, a lo que pudiera denunciar….

A nivel personal, la visita también ha sido especial para él: “Por mi experiencia en la Pastoral de Migrantes de la Universidad Iberoamericana y en el Servicio Jesuita a Migrantes desde hace más de diez años, conozco muy bien el fenómeno de la migración. Así, ver que el Papa viene a esta frontera sur es magnífico. Sus posicionamientos sobre el tema, siempre con el hilo conductor de la fraternidad, no son solo teóricos, sino que son gestos y hechos que impactan más que un discurso o una encíclica. Lleva en los genes la herencia migrante, lo que se explica en parte porque su propio padre estuvo a punto de tomar un barco de Génova a Buenos Aires que naufragó en las costas de Brasil”.

González Miranda conoce bien esa apuesta integral por la fraternidad: “Pude trabajar ocho años con los refugiados guatemaltecos que regresaron a Ixcán después de 12 años de refugio en México. Entonces, las familias pobres les acogieron cuando cruzaron la frontera huyendo de las masacres del ejército en 1982. Era una Iglesia solidaria que los recibió de la mano del obispo Samuel Ruiz”. Desgraciadamente, “hoy esta hospitalidad popular se quiere torpedear desde la política y desde los planes de Estados Unidos de externalizar su frontera hacia el sur de México. La militarización y el control que existen aquí son financiados por ellos para que México les haga el trabajo sucio de filtrar a los migrantes. Sin embargo, a pocos metros de esta casa parroquial donde vivo, hay familias pobres, como la de Saraín Velázquez, que han hospedado a muchos migrantes. Los últimos, durante dos meses, a una familia hondureña que huye de la violencia sistemática”.

La parroquia de González Miranda busca articular una acción coordinada. Desde hace tres años cuenta con un albergue para solicitantes de refugio. Y ya están construyendo, con la aportación de todas las familias, una Casa del Migrante. De hecho, lo recaudado en la colecta de la misa papal va destinado a este proyecto y para otro centro similar. Como explica el jesuita español, allí atienden a todos, migrantes y refugiados, cuya separación ve cada vez más difusa: “Cuando llegué en 1990 a Honduras (vine como médico y luego me hice jesuita), mucha gente se iba a Estados Unidos. Eran migrantes que buscaban mejor salario. Podían volver, no había maras. Ahora muchas de las personas que llegan de Centroamérica vienen huyendo del infierno de esos países donde impera una violencia neofeudal. La mayoría ya no son migrantes. Son refugiados, pero no lo saben. Y las autoridades de México harán lo posible para que se siga ignorando la magnitud del desastre en estas Lampedusas de América”.

Para el futuro, Gónzalez Miranda seguirá con su gente: “Son campesinos con una gran fe en Dios, que les recuerda que todos somos hermanos. Y no quieren volver a su país, pues saben que les reclutarán a la fuerza las maras y ellos no quieren matar. Por eso siempre hay que mostrarles la misma fraternidad que el Papa les ha venido a recordar. La misma que movió al primer obispo de esta diócesis, Bartolomé de Las Casas, a defender la dignidad de los indios, logrando que en 1537 la bula papal Sublimis Deus reconociera que los indios tenían alma”.

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Fe interculturada

También es muy representativo el testimonio que ofrece a esta revista Isidro Fábregas Sala, salesiano español de 81 años que trabaja en la Prelatura María Auxiliadora, en un internado para niños indígenas y mestizos, con 160 chicos de entre 12 y 15 años de las etnias chinanteca, zapoteca y mixe, además de un grupo de mestizos. Aunque él no pudo asistir al encuentro con el Papa por un tema de salud, se queda la ilusión con la que fueron 50 alumnos del centro: “Llenaron un autobús que salió de madrugada hacia San Cristóbal de Las Casas, a algo más de 10 horas. Todos mis muchachos y muchachas iban vestidos con su traje típico. Con ellos iban tres bandas de música de la Prelatura. Para todos fue muy especial… También por lo que implica: como sabemos los que trabajamos entre indígenas, es clave acercarnos a ellos con gran respeto, en actitud humilde, no como colonizadores. Necesitamos despojarnos de nuestros presupuestos de poseedores del saber y transmisores del mismo. Significa plasmar en nuestras vidas el acercamiento al pobre y necesitado, dispuestos a caminar con ellos en el mutuo conocimiento de Dios desde las raíces de su propia cultura”.

Fábregas aprovecha la ocasión para recordar a quienes fueron los grandes precursores de un estilo pastoral hoy refrendado desde Roma: “La presencia del Papa en Chiapas nos hace reconocer la validez del trabajo que, a pesar de las críticas, desarrollaron allí Samuel Ruiz y su coadjutor, Raúl Vera. Nos impulsa a bajar a las realidades de la gente y salir de nuestros castillos, para descubrir y valorar su teología india, caminando con ellos en un crecimiento mutuo en la inculturación del Evangelio. Esto implica para el religioso penetrar en el estudio de la realidad indígena, en su espiritualidad, en su teología, en su acercamiento a Dios, y descubrir las múltiples expresiones evangélicas que hay en su vida y costumbres. Implica vivir su pobreza y, juntos, crecer en la recuperación de su dignidad y en la salida de su marginación”.

Miguel Ángel Malavia

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