La última de la fila

 

Lucetta (segunda por la derecha), en la última fila durante las jornadas sinodales

Lucetta (segunda por la derecha), en la última fila durante las jornadas sinodales

La directora del suplemento mensual vaticano ‘Donne Chiesa Mondo’ fue una de las 35 mujeres invitadas a participar en el Sínodo clausurado el 25 de octubre. Una experiencia que ahora narra con un toque de humor –“solo yo llevaba pantalones”, ha dicho– no exento de cierta indignación y que resume el papel que aún se le asigna a la mujer dentro de la Iglesia.

Me lo repetí muchas veces en estas pasadas tres semanas del Sínodo sobre la Familia para refrenar la rebelde impaciencia que me asaltaba: en el fondo, me han invitado, y hasta me han hecho hablar. Precisamente a mí, una “feminista histórica” (como he leído en un blog flamenco), no demasiado dotada de diplomacia y de paciencia –como seguramente se habrán dado cuenta–.

Para una mujer como yo, que ha vivido el Mayo del 68 y el feminismo, que ha enseñado en una universidad pública y participado en comisiones y grupos de trabajo de todo tipo, esta es verdaderamente una experiencia inédita. Solo yo llevaba pantalones. Porque, aunque me ha ocurrido anteriormente –cuando era joven y las mujeres eran todavía pocas en ciertos ambientes culturales y académicos– de encontrarme en alguna ocasión siendo la única mujer presente, se trataba siempre de hombres que tenían una cierta familiaridad con las mujeres: como mínimo, estaban casados y, tal vez, tenían hijas.

Lo que más me impactó en el grupo de cardenales, obispos y sacerdotes que componían la Asamblea de los padres sinodales era su ajenidad a las mujeres, su poca familiaridad en el trato con mujeres consideradas inferiores, como las hermanas que suelen servirlos en casa. Naturalmente, no para todos –con alguno de ellos tenía también lazos de amistad previos al Sínodo–, pero, por lo que respecta a la inmensa mayoría, lo incómodo en el trato con una mujer como yo era palpable para mí, sobre todo al comienzo. Por otra parte, no tenían gesto alguno de la habitual caballerosidad que todavía se encuentra, sobre todo en los hombres que han dejado de ser jóvenes, como ellos. Con suma desenvoltura omitían cederme el paso en las escaleras, pasaban por delante de mí en el bufé durante la pausa para el café. Hasta que el camarero, sin piedad, me preguntaba qué deseaba beber…

Desde la entrada, todo parecía conjurarse para hacer que me sintiera una extraña: a pesar de mis acreditaciones sinodales, sufría controles sumamente rígidos, con la tentativa de requisarme el móvil y la tableta. En el mejor de los casos, me tomaban por una periodista, cuando no por una mujer de la limpieza. Después comenzaron a conocerme, y así, a tratarme con gentileza y respeto. Cuando, pasados tres o cuatro días, los guardias suizos en uniforme de gala que custodiaban la entrada adoptaron la postura de firmes cuando yo pasaba, me pareció estar tocando el cielo con las manos.

La mayoría de las mujeres acudió en calidad de esposa

La mayoría de las mujeres acudió en calidad de esposa

Pero, aun así, yo era una presencia solo tolerada: no “fichaba” al comienzo de los trabajos, como los padres sinodales, ni podía tampoco intervenir, como no fuese en el espacio final concedido a los auditores, ni tampoco votar. También en los círculos menores, aparte de no votar, no podía proponer modificaciones al texto en discusión y, en teoría, no habría podido ni siquiera hablar: gentilmente, de vez en cuando, se me preguntaba la opinión y yo, armándome de valor, comencé a levantar la mano y a hacerme valer un poco. ¡Durante la última reunión pude hasta proponer modificaciones! En síntesis, todo contribuía a hacerme sentir inexistente.

También mis intervenciones en el grupo de trabajo caían casi todas en el vacío: por ejemplo, intenté señalar que en el capítulo diecinueve del Evangelio de Mateo, Jesús habla de repudio y no de divorcio, y que, en la situación histórica en la que él vivía, significaba repudio de la mujer por parte del marido. Y que, por tanto, la indisolubilidad que defiende Jesús no es un dogma abstracto, sino una protección para las personas más débiles de la familia: las mujeres. Como si hubiese hablado al viento: siguieron diciendo que Jesús estaba contra el divorcio.

Misericordia, la clave

En la pausa para la comida, cuando pude, me escapé a casa y comía mirando la serie Belleza y poder para “desintoxicarme” con una dosis de vida real: también allí todos hablan siempre de familia, de sufrir porque no se tiene una familia… y los continuos matrimonios son siempre con la idea de eternidad: me vino entonces la sospecha de que también los padres sinodales siguen la serie…

He procurado intercambiar estas reflexiones mías con las otras pocas mujeres presentes: me miraron sorprendidas. Para ellas, este tratamiento era obvio. Por lo demás, la mayor parte de ellas había venido como miembro de una pareja y, en el momento de la intervención final, iba a escuchar improbables relatos de matrimonios irreales leídos a medias con el marido. La única que se apartaba de este clima de resignación era una hermana joven y batalladora que, en el curso de un intercambio de saludos con el Papa, descubrió que las cuatro cartas que su asociación le había enviado –pidiendo más espacio para las religiosas– no se le habían hecho llegar nunca. Comprendí que las hermanas, siendo tantas, muchas más que los religiosos, dan miedo: si ellas entran, estamos aplastados, me decían. Así, mejor hacer como que no existen…

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El Papa, con Carmen Sammut, de la UISG

Frente a mis ojos interesados y asombrados, la Iglesia mundial tomó cuerpo e identidad: es verdad, hay alineamientos entre quienes quieren cambiar alguna cosa y quienes solo quieren defender lo existente, y esto es claro. Y después hay un sector de inercia que no se alinea, que dice cosas vagas y espera a ver cómo va el debate. Los conservadores aseguran a los pobres fieles que seguir las normas no es una carga inhumana porque Dios los ayudará con la gracia. Y hablan con lenguaje florido de la felicidad del matrimonio cristiano, del “canto nupcial”, de “Iglesia doméstica”, de “Evangelio de la familia”. En definitiva, de una familia perfecta que no existe, pero de la que está previsto que las parejas invitadas den fe de ello con su historia. Tal vez hasta creen en ello. No quisiera estar en su piel.

Los progresistas son más diversos entre sí; algunos más audaces hablan hasta de mujeres y de violencia doméstica, y se distinguen porque hablan siempre de misericordia. En cambio, como es natural, las familias perfectas no tienen necesidad de misericordia.

Misericordia es la palabra clave del Sínodo: en los grupos de trabajo la lucha de los unos es borrar siempre esta palabra del texto; la de los otros, defenderla y multiplicarla. En el fondo, ni siquiera es difícil: me imaginaba una situación teológicamente más compleja, más difícil de descifrar por una externa como yo.

Pero poco a poco voy comprendiendo que un cambio profundo está en curso: aceptar que el matrimonio es una vocación, así como ha sido considerada siempre la vida religiosa, es un gran paso adelante. Supone reconocer el significado profundo de la encarnación, que ha dado un valor espiritual a lo que se hace con el cuerpo y, por tanto, también a la esfera sexual considerada como camino espiritual, tanto en la castidad como en la vida conyugal. E igualmente importante es la insistencia en la verdadera intención de fe, en la preparación al sacramento: se acabó el tiempo de una adhesión de fachada, de una honorabilidad aparente sin verdadera opción consciente. La gran propuesta de Jesús, para el cual lo único que cuenta es la intención del corazón, se está haciendo praxis real. Y esto significa que estamos dando pasos importantes en la comprensión de su palabra. En las mil polémicas centradas en la doctrina y en la normativa, este nivel no parece existir, pero, si se mira bien, se entrevé y, sin duda, hay un cambio positivo.

Durante las largas horas de los debates de la Asamblea observo fascinada la elegancia de los padres: todos en “uniforme de gala”, con las túnicas negras fileteadas en violeta o escarlata, con los solideos a tono, algunos con una elaborada muceta, todos con largas filas de botones de su color. Los orientales lucen cofias de terciopelo recamadas en oro y plata, altos sombreros negros o rojos. El más elegante de todos tiene una larga túnica violeta: al final descubriría que se trata de un obispo anglicano. Cada tanto, un dominico, con la túnica blanca, era confundido desde lejos con el Papa, que democráticamente se mezcla con nosotros en la pausa del café.

Verdaderamente vienen de todo el mundo, verdaderamente la Iglesia es católica. En general, los obispos que provienen de los países otrora coloniales hablan la lengua de los viejos conquistadores: francés, inglés, portugués. Los que provienen de Europa del Este hablan italiano. Me doy cuenta de cuántos obispos hay en India, en África. Cada uno es un pedazo de historia y de realidad, sea que hablen de sus problemas concretos o se limiten a parrafadas teóricas en defensa de la familia. Y así descubro que los más rígidos defensores de la tradición son aquellos que viven en países con realidades más difíciles, como los orientales, los eslavos, los africanos. Y hasta un cardenal europeo. Quien ha conocido las persecuciones del comunismo propone resistir con la misma dureza e intransigencia a las lisonjas de la modernidad; quien vive en países de realidad difícil y sangrienta, donde la misma identidad cristiana está en peligro, piensa que solo la firmeza en las reglas puede ayudar a defender la religión amenazada.

Excepto casos raros y muy apreciados por mí, todos hablan un lenguaje autorreferencial, casi siempre incomprensible para quien esté fuera del restringido círculo del clero y de quienes colaboran muy de cerca: afectividad en lugar de sexualidad, natural para decir inmodificable, “sexualidad madura”, “arte del acompañamiento”… Y casi todos piensan que bastaría con hacer buenos cursos de preparación al matrimonio para resolver todo, quizá también un poco de Catecismo antes del casamiento.

La mujer, invisible

La teóloga Marcela Mazzini, durante una intervención

La teóloga Marcela Mazzini, durante una intervención

En cambio, de la realidad emergen muchas situaciones diversas y complicadas: en particular, el problema de los matrimonios mixtos, que, aunque con modalidades diversas, se encuentran en todo el mundo. Los problemas son muchos y diversos, pero hay uno compartido en todos los casos: la religión católica es la única que prevé la indisolubilidad del matrimonio y, por tanto, los pobres católicos se encuentran a menudo abandonados y en la imposibilidad de volver a casarse. Muchos padres defienden con fiereza a sus familias tradicionales sin pensar que casi siempre se trata de situaciones que penalizan a las mujeres.

Pero las mujeres son casi invisibles y, cuando en mi intervención hablo con fuerza de ello, lamentando su ausencia, también cuando se discute un tema como la familia, se me considera “muy valiente”. Muchos aplausos, hasta un buen número de padres que me da las gracias: quedo un poco sorprendida, pero después comprendo que, al hablar yo con claridad, les he evitado a ellos hacer otro tanto.

En este torbellino de sensaciones contradictorias –entre la rabia de una evidente exclusión y la satisfacción de, a pesar de todo, estar allí–, no puedo sino pensar qué extraordinario es, a día de hoy, participar en una Asamblea que se abre con el canto del Veni creator Spiritus y concluye con el tedeum. Pero justamente por esto siento más fuerte el dolor por la injusta exclusión de las mujeres de esta que, en definitiva, es una reflexión sobre la relación de la humanidad toda –y por tanto, de mujeres y hombres– con Dios.

Por Lucceta Scarafia

Fotos: l’Osservatore Romano

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