La parroquia del expolicía

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Cuando antes de cualquier otra norma prima el cuidado del herido

La orden fue la de hacer la autopsia del cadáver que tenían delante.

–¿Y eso cómo se hace? –Fue la pregunta espontánea con que el policía respondió a su superior.

Estaban en uno de esos lugares del Putumayo que se sienten lejanos de todo porque cualquier recurso –en este caso un médico legista– está a miles de kilómetros de distancia. Había que adelantar las diligencias legales y un requisito era la autopsia. Y en aquel cadáver, abierto torpemente, había que encontrar las causas de la muerte.

El agente García Arredondo recuerda hoy, como si aún los estuviera viviendo, los detalles de esa macabra experiencia que, sin embargo, no fue la más memorable de su historia de policía.

Puesto a recordar pasan por su memoria sus días como escolta de una jueza y – ¿cómo olvidarlo?– cuando fue escolta de un alcalde guerrillero. Pero el recuerdo más tenaz, me dice, lo lleva integrado en su cuerpo. Fue la explosión de la bomba terrorista en 1996 en San Cristóbal. Esa vez creyó morir cuando ese golpe brutal que se le metió por los oídos lo aturdió, aunque no le hizo perder el sentido porque era aún más intenso el dolor de su pierna izquierda, que los médicos amputarían para salvarle la vida, y reemplazarían por una pierna artificial que hoy maneja como si fuera su extremidad natural, muy bien disimulada debajo de la manga del pantalón. “Toque aquí”, me dice llevándome la mano a la altura de lo que debía ser su muslo, pero lo que allí siento es la dureza de una gruesa superficie de plástico o de metal.

Con su pierna perdida pero con su cerebro activo y enriquecido por los cursos de filosofía y teología en la Universidad Bolivariana de Medellín, este policía quiso ser ordenado sacerdote. Puesto que había sido durante 11 años policía, lo natural era que hiciera parte del clero castrense y así lo propuso para encontrar una respuesta que, aún ahora, concluidos sus estudios para el sacerdocio, no ha logrado entender.

Ni en el derecho canónico, ni en la exégesis de las escrituras, ni en la teología logró hallarle un por qué a aquella afirmación que, al principio, le cerró las puertas a las órdenes sagradas. Al presentarse con la prótesis que le reemplaza la pierna perdida, oyó la sentencia inapelable: “en esas condiciones usted no puede ser ordenado sacerdote”.

Con preguntas a cuestas

¿Los mancos, los cojos, los ciegos los sordos, no pueden recibir la ordenación sacerdotal? ¿Existe en alguna parte esa norma? Pero aún si consta, ¿en nombre de qué razón plausible? ¿O en nombre de qué principio evangélico?

Si el primer Evangelio fue anunciado a ciegos y cojos y a los mismos endemoniados, ¿por qué a un cojo como Luis le estaría vedado hacer ese anuncio como sacerdote?

Con todas esas preguntas a cuestas viajó a Venezuela con el ánimo de encontrar un obispo benévolo y lo encontró en San Felipe, en cuya catedral fue ordenado por monseñor Nelson Antonio Martínez, el 17 de diciembre de 2011.

Allí, como una prueba, o como una aberración, le había tocado, durante dos años barrer y trapear la Iglesia y la casa cural, sometido a una dieta de hambre y de reclusión en una celda sin cama. Seis años después de su ordenación decidió regresar a Colombia con la ilusión de ejercer su sacerdocio.

Pero el antiguo policía, ordenado sacerdote, se vio en la triste situación de desempleado en busca de trabajo. Aunque las diócesis del país claman casi en coro por la falta de sacerdotes, aquí tuvieron a un hombre de 44 años, con una rica experiencia de la vida, con una formación académica ni mejor ni peor que la del común de los sacerdotes, que pedía un trabajo pastoral y que tropezaba con un trámite administrativo y quizás con algún canon, pero sobre todo, con un vallado de desconfianza.

Así, se ha convertido en un sacerdote sin jurisdicción, expuesto a las negativas de los párrocos en nombre de lo canónicamente correcto y atento a las llamadas que le llegan desde los más pobres, los enfermos y los necesitados. Así ha llegado a constituir una parroquia personal, es el nombre que se me ocurre al oírlo hablar de sus actividades.

Los mendigos, los habitantes de la calle, la gente que anda por ahí desamparada, saben que en la plazuela de San Antonio, al aire libre, hay misa los domingos, ya que el párroco no presta el templo, seguida por un desayuno que les sirven los 50 miembros del grupo “Servidores del servidor”, a los cuales atiende espiritualmente Luis. Estos cincuenta aportan una cuota y su voluntad de servir a los más pobres.

Los sacerdotes le sacaron el cuerpo a un trabajo pastoral con los catecúmenos de 14 comunidades. Pero Luis está ahí y esa es otra de sus actividades: celebra la Eucaristía, predica, desarrolla cursillos de formación. Pero su más brillante tarea pastoral es la que hace todos los días con personas como Francisco.

Francisco es un viejo abogado de 82 años que soporta solo, en una casa del barrio Boston de Medellín, el deterioro de su vejez agravado por la diabetes. Concurría a una conferencia en la Biblioteca Pública Piloto, cuando conoció a Luis como otro de los asistentes al evento académico. Se volverían a encontrar después en la Avenida Oriental cuando Francisco, solo, con sus pasos menudos y su aire de desamparado, parecía perdido. Esta vez Luis se le acercó, entablaron conversación y así lo acompañó hasta su casa. Desde entonces, trayendo medicinas de Venezuela o reclamándolas en la EPS de Francisco, aplicándoselas, cuidando su dosificación correcta, Luis, con sus conocimientos de enfermería aprendidos en la policía, llegó a ser el ángel guardián de la salud de Francisco. Lo visita regularmente, gestiona sus visitas al médico, los exámenes y las medicinas con una dedicación superior a la de cualquier enfermero o médico particular.

Las mismas funciones, a las que se agrega la atención diaria para el aseo personal, cumple con un viejo sacerdote de 84 años. Retirado del ejercicio pastoral el padre Hernán Palacio, con su magra pensión arquidiocesana de 530.000 pesos y la jubilación de un millón de pesos del departamento, vio cambiada su vida cuando apareció Luis y se hizo cargo.

Escuchando las historias de Francisco y de Hernán, repetidas en presencia de Luis, no provocan en él más reacción que: “era lo que debía hacer ¿o no?”. Y se me queda mirando con cierta extrañeza de que esos cuidados admiren, o despierten la curiosidad de alguien.

Alguna vez amenazó a un funcionario remolón con la introducción de una tutela, y la amenaza le resultó efectiva: “Tranquilo, padre, que le vamos a resolver su solicitud”, le dijeron.

Samaritano del Siglo XXI

QuedalapalabraCon todas las características de un buen samaritano del siglo XXI, era de individualistas y desconfiados, todos los días añade a estas tareas de cuidado las que le salen al paso.

Fue el caso del matrimonio de ancianos que, víctimas de la ambición y de la mala entraña de una nuera, fueron expulsados de su apartamento y dejados en la física calle. Llegaron al apartamento de Luis en donde encontraron acogida y posada durante 20 días.

Mientras tanto, como si se tratara de feligreses privilegiados de esa parroquia invisible, Luis asumió su problema, buscó unos recursos, escasos, entre los hijos de la pareja, hasta encontrarles un apartamento en arrendamiento, que se volvió otro de sus deberes, el pago mensual de 600.000 pesos y algunos alimentos para la pareja, hasta encontrarles un lugar seguro, mientras regulariza con los hijos el pago fijo de una mensualidad.

Es como si hubiera creado su propia parroquia con todos los necesitados y habitantes de esa periferia que, en todas las ciudades, es el sitio preferido de Dios.

Las catequesis con los catecúmenos, sus prédicas en las misas que celebra en centros comerciales, conjuntos habitacionales y otros sitios en donde lo ritual es importante para su tarea evangelizadora, pero no tanto como su permanente actividad de buen samaritano.

En esa iglesia samaritana que el papa Francisco describe como ideal pastoral tiene poco o ningún lugar la norma canónica real o inventada como la que le cerró las puertas: “no acepto extradiocesanos, ni ordenados en otro país”.

Así este antiguo policía, ordenado sacerdote, vive su sacerdocio al mejor estilo del buen samaritano. Hace presente y vivo a Dios, a través del amor que dispensa a todos cuantos encuentra heridos en su camino.

Según la parábola de Jesús, sacerdotes y levitas cruzaron, indiferentes, frente al hombre herido y casi muerto; y justificaron su frialdad con la idea de que cumplían con las normas que preservaban la pureza ritual. Para el samaritano fue más importante que cualquiera de esas normas el cuidado del herido.

Una Iglesia samaritana, menos preocupada por lo ritual y canónico y más dedicada a la curación de las heridas y abandonados, anunciará con mayor eficacia el amor de Dios para todos los hombres. Como está sucediendo en la parroquia invisible de Luis, el expolicía.

Javier Darío Restrepo

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