Romero, mártir de la justicia

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Una beatificación que trae esperanza a la Iglesia latinoamericana

Entre 300.000 y medio millón de fieles peregrinos llegaron hasta la Plaza del Divino Salvador del Mundo, en el corazón de la capital centroamericana de El Salvador, para participar de la ceremonia de beatificación del arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero Galdámez, quien fuera asesinado el 24 de marzo de 1980 en el contexto de la guerra civil salvadoreña. Todos, excepto el puñado de dignatarios y representantes internacionales, llegaron a pie tras recorrer algo más de dos kilómetros, debido a la clausura estratégica de 57 calles, que paralizó prácticamente la ciudad.

Corresponsales y enviados de prensa de todo el mundo utilizaron cámaras montadas en drones para sobrevolar y dimensionar la concentración de feligreses. Para no entrar en la guerra de las cifras, baste decir que las aeronaves, a 400 metros de altura, no lograron captar toda la mancha humana en torno al diamante de la plaza cívica y que, desde antes de que despuntara el sol, era ya imposible acercarse siquiera a las barreras de contención que delimitaban el templete y la zona para sacerdotes (más de 1.400) e invitados especiales.

La ceremonia comenzó a las 10:00 horas bajo un agobiante sol; apenas podía imaginarse que la noche anterior había caído una tormenta que no hizo claudicar a las comunidades participantes en la vigilia, quienes no habían abandonado sus privilegiadas posiciones por más de 18 horas.

Algunos minutos antes del tañido de las campanas que anunciaban la ceremonia, cerraban la procesión de ingreso los cardenales Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos de la Santa Sede, y Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa (Honduras) y coordinador del Consejo de cardenales del papa Francisco; también los arzobispos León Kalenga, nuncio apostólico de El Salvador; José Luis Escobar Alas, sucesor de Romero; y Vincenzo Paglia, postulador de la causa.

Autoridades civiles

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Testimoniaban junto al altar los cardenales Jaime Ortega Alamino, arzobispo de la Habana; Leopoldo José Brenes, de Managua; José Luis Lacunza, de David (Panamá); y Roger Mahony, emérito de Los Ángeles. A un costado del altar, bajo la carpa que hacía lucir pequeño el monumento insigne de la pequeña nación centroamericana, el presidente anfitrión, Salvador Sánchez Céren, compartía espacio con miembros de su gabinete y con los titulares ejecutivos de Panamá, Juan Carlos Varela; Ecuador, Rafael Correa; y de Honduras, Juan Orlando Hernández. Participaron además los vicepresidentes de Cuba, Costa Rica, Belice, Bolivia y Guatemala; así como los alcaldes de los departamentos foráneos de El Salvador.

Los periodistas, sin embargo, destinaron sus miradas a Gaspar Romero, hermano del hoy beato mártir; y a Roberto D’Aubuisson, alcalde de Santa Tecla, hijo del mayor Roberto D’Aubuisson Arrieta, quien es señalado como el autor intelectual del asesinato del arzobispo Romero. D’Aubuisson hijo se hizo presente en la ceremonia bajo un sombrero que rezaba ‘Monseñor Romero. Mártir por Amor’ y, desde la plaza tuiteó: “Romero es beato de la Iglesia de quienes en él creen sin distinción. No politicemos la beatificación”. Contestaba así a la pancarta que, en medio de la concentración, repudiaba a su padre como líder militar, a “los ricos oligarcas” y a los “obispos de la Iglesia conservadora”. El cartel, firmado por las Comunidades Eclesiales de Base de Altavista, culpaba a esta tríada de boicotear el proceso de una Iglesia de los pobres y de refugiarse tras la imagen del arzobispo beato.

La gente, empero, escuchaba las palabras que desde el ambón decía el postulador Vincenzo Paglia: “Romero tomó la defensa de su pueblo, sintió el olor de su pueblo (…), lo acusaron de hacer política y él decía: ‘El Evangelio es una luz que tiene que iluminar al país’”. Abajo, los aplausos respondían a cada frase.

Pastor, no ideólogo

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“Romero –continuó Paglia– fue un ejemplo de pastor que defendió a los pobres; él sigue hablando y pidiendo nuestra conversión. Hoy continúa la misa que interrumpieron el día de su muerte y la interrumpida el día de su funeral”, aseveró el postulador ante varias generaciones que recuerdan perfectamente aquel 24 de marzo cuando fue asesinado frente al altar de la capilla del Hospital de la Divina Providencia, y aquel 1 de abril, cuando detonaciones y disparos hacia la catedral metropolitana salvadoreña provocaron una estampida humana, dejando 44 muertos y cientos de heridos.

Ante la memoria de su primer beato, pero también del recuerdo de tantas heridas provocadas por la guerra civil y los desencuentros políticos, crecieron ingobernables los gritos de indignación en las periferias de la multitud: “¡Él quería justicia! ¡Lo mataron con malicia!” y “¡Ni olvido ni perdón: nuestra liberación!”. Fueron necesarias las palabras del papa Francisco, que se hizo presente a través de la carta enviada al arzobispo de San Salvador y al pueblo salvadoreño: “Para colmar la esperanza de muchísimos fieles cristianos (…), facultamos para que el venerable Siervo de Dios Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, Evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del Reino de Dios, Reino de justicia, fraternidad y paz, en adelante se le llame Beato”.

El Papa había escrito, además, al pueblo salvadoreño a través de la misiva al arzobispo  Escobar Alas: “El Señor nunca abandona a su pueblo en las dificultades, y se muestra solícito ante sus necesidades. Él ve la opresión, oye los gritos de dolor de sus hijos, acude en su ayuda para liberarlos de la opresión y llevarlos a una nueva tierra fértil y espaciosa (…). En tiempos de difícil convivencia, monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia. Su ministerio se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados. Y, en el momento de su muerte, mientras celebraba el Santo Sacrificio del amor y la reconciliación, recibió la gracia de identificarse plenamente con Aquel que dio la vida por sus ovejas”.

Ante la multitud, Paglia recordaba que “con su asesinato quisieron interrumpir su palabra, pero se difundió por todo el mundo (…). Hoy, desde el cielo, Romero bendice a su país y a toda Latinoamérica”. Inmediatamente después fue presentada la reliquia de “el salvadoreño universal”: la camisa que llevaba el día que fue asesinado. Fue montada en un gran relicario, con cristales blindados, cuya transportación exige al menos doce personas. En la esquina derecha del templete, mientras los asistentes aplaudían y coreaban vivas, se develó la gigantografía del beato: Romero, en sotana negra, bendice; detrás, los colores añil y blanco sintetizan la identidad centroamericana. Coronó ese momento un inmenso halo en torno al sol que provocó la distracción de todos los asistentes; el fenómeno natural parecía asentir con lo expresado.

La claridad del mediodía refulgía sobre el rostro de monseñor Romero. “Es la imagen del nuevo mártir”, apuntó el monitor de la celebración y, finalmente, el sereno gesto del obispo se acrisoló con la aprobación formal de la Iglesia. Sin embargo, a ras del suelo, entre el sudor y la piel de los millares de latinoamericanos presentes, Romero estaba ya tatuado a fuego, como se comprobaba en la infinidad de recuerdos y afiches que tapizaron la ciudad.

Bueno, sabio, virtuoso

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Tras el rito de beatificación, la misa se desarrolló como estaba prevista. El centenar de voces del Coro de San José de la Montaña entonó las canciones elegidas para la ceremonia. El cardenal Amato compartió su homilía y, parafraseando a san Agustín obispo, reconoció que, a aquel, el Evangelio le asustaba y que habría preferido una vida tranquila: “En cambio, predicar, amonestar, corregir, edificar, entregarse a todos es un gran peso, una grave responsabilidad, una dura tarea”.

El legado pontificio reconoció que Romero “amó a su pueblo con el afecto y con el martirio, dando su vida por la paz (…). ¿Quién era Romero? ¿Cómo se preparó para el martirio? Él era un sacerdote bueno, obispo sabio y, sobre todo, un hombre virtuoso”.

Para no alimentar el rencor, Amato dijo que el obispo mártir “es luz de las naciones y sal de la tierra”, y afirmó que “sus perseguidores desaparecieron en la sombra. En cambio, la memoria del obispo continúa viva y da consuelo a los pobres y marginados de la tierra”. El mensaje del cardenal regresaba en cada párrafo a rechazar que el discurso de Romero fuera ideologizado y aseguró que en las palabras del arzobispo jamás existió provocación alguna al odio o a la venganza: “Él invitaba al amor, al perdón y a la reconciliación. Su opción por los pobres no era ideológica, sino evangélica”.

Al igual que Paglia, el cardenal Amato también mencionó a Rutilio Grande (sacerdote asesinado en 1977, cuyo proceso de beatificación se acaba de iniciar) para explicar a Óscar Romero. La muerte del ‘padre Tilo’ y de dos campesinos fue el detonante del distanciamiento entre Romero y el Gobierno: “Con la muerte del padre Rutilio, el lenguaje de Romero se volvió más explícito en la defensa del pueblo, sin preocuparse de amenazas. El asesinato del padre Rutilio tocó el corazón del obispo, [pero] la caridad de Romero se extendía también a sus perseguidores. Estaba acostumbrado a ser misericordioso y generoso”.

Las últimas frases del cardenal italiano merecen ser transcritas: “Que la beatificación de Romero sea una fiesta de gozo, paz, fraternidad, acogida y perdón. Romero no es símbolo de división, sino de fraternidad y concordia. Llevemos su mensaje en nuestros corazones, porque él pertenece a la Iglesia, pero enriquece también a la humanidad”.

Un grito anónimo encendió a la multitud: “¡Viva monseñor Romero!”, y los vítores se contagiaron hasta el último rincón de la plaza.

Portada4_optAl concluir la ceremonia, aún con las débiles notas del Himno a Romero entonado por el coro (No se agoste tu palabra / que como rocío cae / sobre nuestra tierra herida / que solo florece en sangre), los dos hombres más buscados eran los sacerdotes Jesús Delgado y Rafael Urrutia, el legendario secretario de Romero y el postulador diocesano de su causa, respectivamente. La pregunta para ambos era la misma: ¿cuándo será declarado santo? Urrutia es el más optimista: “En uno o dos años, depende de la agilidad con que se promueva y difunda entre la gente. Hay que invitarlos para que nos traigan los milagros”. El postulador diocesano incluso ve factible que sea el propio papa Francisco quien canonice a Romero y beatifique a Rutilio Grande al mismo tiempo.

Para otros, la ceremonia no haría falta: Óscar Arnulfo Romero siempre ha sido símbolo de una Iglesia cercana a los pobres y en constante búsqueda por la reconciliación y la paz, imitable en santidad y compromiso social. En estos 35 años desde su martirio, monseñor Romero se ha convertido en un verdadero icono religioso como defensor de los derechos humanos y de la dignidad de los pueblos para la Iglesia latinoamericana: “Fue un hombre extraordinario, preocupado por su rebaño y es un ejemplo claro para el mundo de un pastor que vivió y sufrió junto a los más pobres”, concretó Jesús Delgado a los periodistas.

Pero Romero también es un símbolo político, plástico y artístico. Prácticamente no hay oficina del Gobierno que no tenga el rostro del arzobispo en cuadros, hojas membretadas o memoriales; el partido Arena y el FMLN; en los muros de los edificios abandonados del centro de la capital, artistas callejeros reproducen el retrato en alto contraste; las postales, estampillas, camisas, vestidos, tazas, llaveros, bolsas, bermudas y sombreros.

El ‘aroma a Romero’ se extendió por toda la geografía capitalina: desde la alta e iluminada Capilla del Hospital de la Divina Providencia, donde Romero recibió la bala asesina, hasta la tenue luz en la cripta de la catedral metropolitana del centro histórico de San Salvador, donde la tumba-mausoleo del arzobispo recibe incesantemente a fieles y peregrinos que depositan sus peticiones de intercesión al nuevo beato, cuya fiesta ha sido fijada para el 24 de marzo, el mismo día de su martirio.

Felipe Monroy. Enviado especial a San Salvador

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