La fe en los tiempos de Gabo

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La soledad es lo contrario de la solidaridad

udlerlorenaGabo lo bautizó de afán la tía Francisca el 6 de marzo de 1927 a las nueve de la mañana. El cordón umbilical casi lo había ahorcado y temían por la vida del pequeño cuando decidieron bautizarlo. Tenía más de tres años cuando sus padres decidieron ratificar el apresurado bautismo y aprovecharon el bautismo de su hermana Margot. Esta ceremonia sí quedó registrada en su memoria: “lo recibí de pie sobre una silla y soporté con valor civil la sal de cocina y la jarra de agua que el padre Angarita me derramó en la cabeza”.

También recordó que en el cuarto en donde dormía con la tía Francisca había un altar con santos de tamaño humano “más realistas y tenebrosos que los de la iglesia”. A ese recuerdo agregó el de sus tiempos como monaguillo, poco convencido pero riguroso en el cumplimiento de sus deberes. “Con el otro monaguillo, el sacristán y yo nos quedábamos solos en la sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino”, recuerda en su autobiografía.

A los seis años lo iniciaron en los misterios de la primera comunión. A falta de material qué confesar, el padre Angarita desplegó ante un sorprendido Gabito un catálogo de pecados que le abrió los ojos: “mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco grande en la pérdida de la inocencia”.

Al revivir esos tiempos admite que aunque sentía gran aprecio por el padre Angarita las misas de los domingos eran demasiado largas y los sermones soporíferos.

medellinentreletrasSon recuerdos que no parecen ir más allá de lo anecdótico. En cambio la fe de la madre, revivida en su memoria, va más al fondo, hasta dejar surcos en su conciencia.

En la embarcación vapuleada por la tormenta, mientras atravesaban el río Magdalena rumbo a Aracataca “mi madre se aferró a su camándula como a un cabrestante capaz de desencallar un tractor o sostener un avión en el aire… Su plegaria debió llegar a donde debía porque la lluvia se volvió mansa cuando entramos en el caño y la brisa sopló apenas para espantar a los mosquitos”.

Recordando los días de penurias en Barranquilla, se sintió afortunado por la relación excepcional que desarrolló entonces con su madre Luisa Santiaga: “sentía por ella una admiración pasmosa por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad y por su relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate”.

En la memoria del escritor se pueden encontrar recuerdos asociados a su percepción de lo religioso. Consigna, por ejemplo, el matrimonio de sus padres, minuciosamente reconstruido con los datos que ellos le entregaron y con los que recogió dentro de la familia. Allí aparece monseñor Pedro Espejo, vicario de la diócesis de Riohacha, “su respetabilidad la confundían con la santidad; algunos iban a sus misas para comprobar si era cierto que se alzaba varios centímetros en la elevación”.

Gabriel Eligio, su padre, fue un marido difícil. Gabo registra un sonriente episodio revelador, que solía contar su madre: “llegó una noche enloquecido por el alcohol, un minuto después de que una gallina había plantado su cagarruta en la mesa del comedor. Sin tiempo de limpiar el mantel inmaculado, la esposa alcanzó a taparla con un plato para evitar que la viera el marido y se apresuró a distraerlo con la pregunta de rigor:

¿Qué quieres comer?

El hombre soltó un gruñido:

Mierda.

La esposa levantó, entonces, el plato y le dijo con santa dulzura:

Aquí la tienes.

La historia dice que el propio marido se convenció entonces de la santidad de la esposa y se convirtió a la fe de Cristo”.

Eguajiritasoyl hogar de Gabito, presidido por una mujer como Luisa Santiaga, tuvo siempre una orientación cristiana. Cuando los padres decidieron que su hijo mayor estudiaría en Barranquilla, la madre optó por el Colegio San José, de jesuitas. El padre prefería el Colegio Americano, que ofrecía la enseñanza del inglés. “Mi madre lo descartó con el argumento viciado ‘de que era un cubil de luteranos’”.

Da fe del ambiente religioso de la familia el recuerdo mágico de Gabriel: llegó a casa un grupo de hombres iguales, con ropas, polainas y espuelas de jinete, todos con una cruz de ceniza pintada en la frente. Llegaban a felicitar al abuelo en su cumpleaños. Eran los hijos que él había engendrado durante la guerra de los mil días. Esa cruz de miércoles de ceniza “era un emblema sobrenatural cuyo misterio había de perseguirme durante años”. Reflexionaba el escritor para agregar: “siempre eché de menos esa cruz como una señal inconfundible de la identidad familiar”.

Muchos años después, y ya en la cima de la fama, Gabriel miraría hacia atrás para comprobar: “El pueblo era como cualquier otro del Caribe, la casa era una de tantas y mis abuelos no eran ni más, ni menos supersticiosos y crédulos que sus vecinos”.

¿Fluctuó Gabriel entre la superstición y la fe? Había de lo uno y de lo otro en un episodio que él mismo cuenta:

“Le di vueltas a la muerte del coronel (Aureliano Buendía) hasta que me subí a uno de los cuartos de arriba. Mercedes estaba haciendo siesta. Me acosté a su lado y le dije: ¡ya se murió! Y estuve llorando dos horas.

Pero hay una cosa más curiosa en ese coronel. Durante cinco años tuve golondrinos. (Una inflamación dolorosa en las axilas). No me los pudieron quitar con nada. Me hicieron toda clase de tratamientos. Se me quitaban y me volvían a dar. Y, entonces, cuando estaba escribiendo Cien años de soledad, me dio de pronto porque al coronel Aureliano Buendía, que era un personaje al que yo detestaba, entonces dije: bueno, ¡qué enfermedad le pongo a ese cabrón para que lo joda sin matarlo! Entonces le puse los golondrinos. Tú sabes que desde el momento en que ya el coronel Aureliano Buendía quedó con los golondrinos a mí se me quitaron. Y de eso hace diez años y nunca más, nunca más me volvieron a dar”. ¿Fantasía? ¿Realidad? ¿Superstición?

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“No tengo otros elementos que el corazón de buen cristiano para comprender a mis personajes”

¿O se trata de alguien superdotado y capaz de encontrar las posibilidades de que dispone toda realidad? Lo posible es una parte de lo real que permanece invisible hasta que alguien lo descubre.

La mirada de Gabriel sobre lo real no pudo ser aceptada por personas condicionadas por lo religioso, como prejuicio. Hizo ruido en su momento la crítica del padre Felix Restrepo, cuando condenó “los brochazos obscenos de La Mala Hora”. Al responderle, el escritor en mayo de 1962, explicó: “mi novela revela una percepción: la existencia y predominio de una falsa moral religiosa”.

Y admitía: “no dispongo de otros elementos que el corazón de buen cristiano con que trato de comprender a mis personajes”.

No es solo una frase. Hay una realidad que, como una sombra, o un resplandor, sigue al pensamiento y a la vida de Gabriel. La parte oscura es la de la soledad.

“La soledad del escritor es muy grande. Te saca a veces del mundo al que yo trato de agarrarme”.

Entiende como soledad toda esa historia que describe en su novela y que Héctor Murena explicita: “los sentimientos de miedo, de inseguridad y de incomunicabilidad, el temor a la enfermedad y a la muerte, la negación del amor, la sustitución de la cultura por una información superficial”.

1555180La biblia de Gabo

Emir Rodríguez Monegal anota que García Márquez se inspira en las grandes narraciones de occidente, desde la Biblia, a la que se parece tanto, hasta los grandes del Renacimiento. Es una historia casi bíblica, observa Carlos Fuentes. Germán Marquínez Argote encuentra alusiones explícitas o implícitas al sueño de Jacob, a la canastilla de Moisés, al maná, a la ballena de Jonás, a la virginidad y asunción de María en Remedios, la bella. Explica Marquínez que detrás de los hechos narrados por García Márquez hay una temática de pecado, culpa, temor, esperanza utópica, ciencia, amor, olvido, poder, opresión, explotación, soledad, castigo, juicio y destino. García Márquez advirtió que su mayor interés al escribir el libro “fue la idea de que la soledad es lo contrario de la solidaridad. Yo creo que es la esencia del libro”.

En el claroscuro de la historia de Macondo la luz destella con la solidaridad; esa que en su discurso de Estocolmo denomina como “una nueva y arrasadora utopía de la vida”. Comenta Darío Puccini que, según Gabriel, la soledad es lo contrario de la solidaridad y, lo que es más importante, denota la absoluta falta de amor entre los componentes de la familia Buendía. Estos dos aspectos de la soledad, que tienen en común una sutil línea de exclusión, una fundamental imposibilidad para una vida de relación, se prolongan hasta el final del libro sembrándolo de desesperación y constelándolo con una miríada de acciones fútiles e improductivas”.

Esa decisión por la solidaridad, ese rechazo de la soledad entendidas como denominaciones del bien y del mal, de la condenación y la salvación del hombre, definen el pensamiento y la personalidad de Gabriel.

Haceme-un-14Con su habitual agudeza, Fidel Castro le decía a Gerard Martin: “Lo que caracteriza a Gabriel es su amor al prójimo, su solidaridad con los demás”. El mismo Gabriel le confesaba al periodista de Playboy que lo entrevistaba: “soy el tipo más tímido del mundo. También el más cariñoso. Dependo del cariño de los demás”.

Probablemente Luisa Santiaga no lo habría entendido, para ella su mayor orgullo no fue el hijo Nobel, sino su hija monja.

No sería la única desconcertada cuando al término de este recorrido tras las pistas de la fe de Gabriel se puede afirmar con respaldo en el Evangelio que el amor a los demás es lo primero y la segunda oportunidad sobre la tierra.

TEXTO: Javier Darío Restrepo

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