¿Qué hace la Iglesia contra la violencia de género?

JOSÉ LUIS PALACIOS | La violencia machista es un fenómeno creciente en España: aumenta el número de mujeres asesinadas por hombres y se da en todos los ámbitos, sin distinción entre sectores sociales. Numerosas instituciones de Iglesia, desde la condena teórica y la acción práctica, pero también desde la autocrítica, dan un paso adelante en la lucha contra esta lacra que profundiza en la instrumentalización y dominio de la mujer por el hombre. [Siga aquí si no es suscriptor]

La llamada violencia de género ha rasgado definitivamente la cortina que mantenía la inmundicia guardada en el ámbito privado para saltar a la arena pública. Los colectivos de mujeres más sensibles, así como las propias administraciones, la han convertido en una prioridad.

No es para menos; según las estadísticas, cada semana muere una mujer en España, cuando no más, a manos de su pareja. La violencia machista es la primera causa de muerte prematura entre las mujeres, siendo más devastadora que la combinación de los accidentes de tráfico, los asaltos y las violaciones.

El lazo morado es el símbolo de lucha contra la violencia de género

En 2010, los juzgados tramitaron cerca de 135.000 denuncias relacionadas con este tipo de agresiones dentro del ámbito doméstico, y en los últimos cinco años ha habido 150.000 condenas por ese motivo. Las medidas legislativas, judiciales y preventivas chocan una y otra vez con una cultura que, con la boca pequeña, encuentra justificaciones para mantener todavía relaciones de dominación.

Para la teóloga Lucía Ramón, autora de Queremos el pan y las rosas (Ediciones HOAC), “la violencia que sufren las mujeres en el hogar o a manos de sus parejas obedece a una lógica. Es un comportamiento que tiene su legitimidad sociológica en una cultura como la nuestra, que ha justificado durante siglos la discriminación de la mujer como algo natural y le ha prescrito un lugar subalterno en el orden social. Una cultura que considera la violencia como una forma legítima de resolver los conflictos y que asocia la violencia a la masculinidad”.

Mea culpa eclesial

La propia Iglesia católica ha sabido entonar, en esta como en otras cuestiones candentes, su particular mea culpa. El recientemente beatificado Juan Pablo II, en la Carta a las mujeres con motivo de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín en 1996, dejó escrito: “Por desgracia, somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, ha hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a la esclavitud. (…) Si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente”.

Se trata de un pronunciamiento poco conocido, pero en ningún modo un acontecimiento único. En el Viejo Continente, la Conferencia de Iglesias Europeas y el Consejo de Conferencias Episcopales Europeas elaboraron, en 1999, una Carta sobre la Violencia contra las Mujeres en la que los obispos europeos mostraban también su preocupación por que las agresiones a las mujeres se produjeran en las instituciones, comunidades y hogares cristianos, al tiempo que lamentaban que las Iglesias hubieran permanecido en silencio durante tanto tiempo, por lo que las invitaban a sumarse a la lucha contra este tipo de violencia y a colaborar con los grupos que ya estaban atendiendo a sus víctimas y trabajando por una sociedad más justa y no violenta.

En el Nuevo Continente, concretamente la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, en 2002, hizo público el documento Cuando pido ayuda: una respuesta pastoral a la violencia doméstica contra las mujeres, revisión del texto elaborado por la Comisión Episcopal del Matrimonio y la Familia y la Comisión Episcopal sobre Mujeres y Sociedad, como una guía de actuación ante los casos de maltrato doméstico. En él se puede leer que “la violencia en cualquiera de sus formas –física, sexual, psicológica, o verbal– es un pecado; a menudo también es un delito. (…) La persona que ha sido agredida necesita saber que reaccionar para acabar con el abuso no supone una violación de las promesas matrimoniales”.

Además, el episcopado estadounidense ofrecía pautas de actuación concretas en relación a las víctimas, los abusadores, el personal de la Iglesia y los educadores católicos y animaban a todos los agentes pastorales a convertir sus parroquias en lugares seguros “a los que las mujeres que sufren abusos y los varones maltratadores puedan acudir para pedir ayuda”.

En España, tuvieron algo de repercusión las declaraciones –acompañadas de la inclusión en el Plan Pastoral de la Diócesis para 2005-2010 del objetivo de “promover la defensa incondicional y ayuda concreta a las mujeres maltratadas”– del entonces obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, que hablaban del “maltrato del hombre a la mujer” y de “una sociedad en parte machista, en la que doblegar a la mujer es un imperativo de la conciencia de superioridad hacia ella”.

Uriarte hizo un llamamiento a los cristianos para “hacer efectivos el respeto, la defensa y la promoción de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia para cumplir el proyecto de Dios”, al tiempo que admitía el sonrojo e indignación por las mujeres muertas “por violento maltrato de sus parejas”.

El papel de los COF

La Iglesia española ha emprendido un meritorio esfuerzo, más cuanto que ningún colectivo ni entidad ha encontrado la manera de cortar de raíz un mal que parece endémico, por contribuir a resolver este fenómeno.

En los más de 70 Centros de Orientación Familiar (COF) vinculados a la Iglesia se ofrece atención psicológica y terapia familiar profesionalizada, a veces gratuitamente y otras a precios muy modestos, más por interés terapéutico que por afán recaudatorio. Se trata de unos dispositivos muy útiles para mediar en los conflictos de pareja o sostener a familias en precario, actuando a veces también para apoyar a las víctimas de maltrato doméstico.

El subdirector de la Comisión Episcopal de Familia y Vida, Fernando Simón, no entra a analizar las causas profundas de la violencia doméstica, aunque apunta a la deficiente formación humana de muchos novios que dan el paso al matrimonio como un factor más que impide que los conflictos de pareja no se resuelvan con madurez. “Hay cierto emotivismo en las relaciones humanas que desatienden valores como la fidelidad, la ternura, el perdón…, tan necesarios para sortear juntos las dificultades de la vida en pareja”, mantiene Simón.

La subcomisión a la que pertenece dedica un gran esfuerzo a formar los voluntarios y técnicos de los COF, con el fin de que puedan afrontar con solvencia los retos a los que hoy en día se están enfrentando las familias, así como a elaborar criterios compartidos de actuación, en consonancia con los principios cristianos. En este sentido, Simón destaca el Master en Ciencias del Matrimonio y la Familia impartido por el Pontificio Instituto Juan Pablo II.

El discurso de la Iglesia

Resulta difícil de cuantificar la ayuda que la Iglesia presta específicamente a las víctimas de la violencia de género, dada la gran diversidad de entidades que abordan de algún modo este fenómeno. Como un indicador aproximado podrían valer las declaraciones del vicepresidente económico de la Conferencia Episcopal, Fernando Giménez Barriocanal, quien cifró en más de 6.000 las mujeres violentadas y prostituidas que son atendidas al año por organismos católicos.

Pero la obligada labor asistencial de la Iglesia no parece suficiente para desterrar la percepción, todavía muy generalizada, de una institución que sigue sin tomar todo lo en serio que debería la erradicación de la violencia machista. Entre otras cosas, porque no se conoce lo que sí hace, pero también por ciertas exageraciones de su discurso público.

La secretaria técnica y directora del Master en Asesoramiento e Intervención Familiar del Instituto Universitario de la Familia de Comillas, Ana Berástegui, coincide en señalar que “puede que el discurso contra la violencia de género no haya sido absorbido completamente por toda la Iglesia, pero es evidente que hay un sentimiento generalizado que rechaza y condena la violencia dentro de la familia”.

En su opinión, no se puede decir sin más que la Iglesia no se ocupe de este problema: “La violencia contra las mujeres preocupa a la Iglesia, en general. Las Cáritas diocesanas, parroquias, órdenes como las trinitarias, las oblatas y las adoratrices están muy volcadas en combatir cualquier tipo de agresiones contra las mujeres”.

Ante una realidad tan compleja y resistente, algunos personajes relevantes de la Iglesia optan por entrar en matices dialécticos que pueden no ser bien comprendidos por la opinión pública. No obstante, para la doctora en Psicología de Comillas, es evidente que “la comunidad cristiana comparte las causas que provocan esta situación”. Aunque reconoce que la Iglesia “tal vez hace más hincapié legítimamente en algunos factores, pero en lo que puede haber más disonancia es en las posibles soluciones”.

Sobre si la religión puede resultar una circunstancia personal que impida a las víctimas salir del círculo de la violencia, Berástegui aclara que “no hay suficientes datos, ni estudios sobre este tema que puedan indicar que la vivencia de la fe, en este caso la cristiana, sea o no un factor que agrave el problema de malos tratos en la pareja. En realidad, tanto a nivel social como eclesial, todos somos muy novatos e inexpertos. Hay que darse cuenta de que es un fenómeno del que hemos tomado conciencia todos relativamente hace poco tiempo”.

En lo que no hay divergencias es en el tratamiento que merece esta situación. “Sabemos más o menos de dónde parte esa violencia, lo que se piensa en general y todos los agentes de la Iglesia implicados tienen muy claro que los límites de la convivencia familiar se ciñen al cumplimiento de la ley”, asegura Berástegui, quien, como miembro del Instituto Universitario de la Familia que gestiona el COF en el Centro de Formación Padre Piquer, explica con claridad que “la mediación familiar se suspende inmediatamente cuando se da una relación de violencia y cambia la prioridad para proteger a la mujer, los hijos o los mayores dependientes que puedan estar involucrados”.

La familia jesuita, titular de la Universidad de Comillas, cuenta con otros COF donde se ofrecen servicios profesionales de intervención, orientación y mediación por diversas diócesis de España, lo que le permite afirmar a Berástegui con rotundidad que “en los centros que dependen del Instituto Superior de la Familia se procura también que haya una denuncia en los casos de malos tratos para que los mecanismos de protección se puedan activar y sea efectiva la ruptura, al menos temporal, para no poner en riesgo a la mujer presuntamente víctima de la violencia del marido o de la pareja. Evidentemente, en estos casos se olvidan los esfuerzos de conciliación para pasar a la protección”.

Monserrat Davins, coordinadora de la Unidad de Atención a las Mujeres Maltratadas de la Fundación Vidal i Barraquer, vinculada a la Universidad Ramon Llull de Barcelona, apunta más a un problema de imagen y mensajes públicos y, tangencialmente, a la falta de recursos de la Iglesia, que a la falta de sensibilidad ante esta lacra social: “La Iglesia es muy amplia y hay muchos modos de trabajar. Le ha sido muy difícil adaptar su estilo discursivo a nuestra época; hay un desfase y puede que esas maneras antiguas no ayuden en la actualidad. Hay grupos y colectivos que hacen un trabajo estupendo, que hacen todo lo que pueden, aunque resulte que lo posible no es suficiente. Desde luego que convendría hacer más, pero la realidad de las entidades que nos dedicamos a esto es muy precaria”.

A favor de las víctimas

Esta psicoterapeuta se refiere a las adherencias históricas que todavía hoy pueden pesar en la imagen de la institución católica: “La Iglesia no es la causante directa de que se produzcan situaciones de violencia conyugal y familiar”. Aunque admite que, “históricamente, puede haber fomentado una agresividad sepultada y es cierto que, indirectamente, ha mantenido a las mujeres en una posición relegada. No podemos negar que la Iglesia ha sido una institución patriarcal, y se ha aliado con el poder civil que ha fomentado el patriarcado”.

Aunque el factor católico siga siendo para ciertos sectores de la población “parte del problema y no de la solución”, lo cierto es que la vivencia profunda de la fe ha demostrado sus efectos liberadores.

A esta constatación se acoge el responsable diocesano de la Pastoral Familiar de Barcelona, Manel Claret, quien sentencia que “debemos recordar que el sentido último de la religión no es olvidar, sino reconstruir a la persona y, desde ahí, la Iglesia debe intervenir”.

Quizás esa divergencia entre lo que la Iglesia podría llegar a hacer ante la violencia doméstica y lo que hace, justifica su severidad en el siguiente juicio: “En la Iglesia hacemos poco, nos hemos centrado en otros asuntos como ayudar al amor, responder con el diálogo, prestar ayuda psicológica…”. Por supuesto, hay salvedades. Dentro de la comunidad cristiana existen “instituciones que acogen a las mujeres maltratadas y apuestan por su liberación”

Desde los COF de la Iglesia, a juicio de Claret, se debería tener claro que “apostar por el amor sincero y por la familia no entra en contradicción con las situación de violencia y opresión. Hay que dar respuesta a favor de las víctimas. No se puede sostener lo inhumano”. Sin ninguna duda, explica el sacerdote, “no podemos empeñarnos en salvar el matrimonio a costa del sacrificio de las mujeres; es injusto, no es lógico. La unidad matrimonial, cuando la convivencia es imposible, no tiene sentido; debe primar el respeto”.

En el nº 2.758 de Vida Nueva.

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