“Estamos en la luz del Señor, no de la sociedad”

Seminaristas chinos en Europa cuentan cómo vive la Iglesia Católica clandestina

(Texto: J. F. Martín. Fotografías: AIN-España) El nacimiento de Tomás no trajo buenas noticias a su familia. Tomás era el segundo hijo varón. Sus padres, católicos clandestinos, no claudicaron a las numerosas invitaciones que recibieron para que su madre abortara. Habían decidido que Tomás viniera a este mundo. “En muchas ocasiones, el nacimiento del segundo hijo es un delito. La policía te cobra una multa, que en realidad es un soborno, tu familia te oculta y cuando tienes 8 ó 9 años te registran oficialmente. Hasta entonces, no existes”, cuenta el protagonista de esta historia, más de dos décadas después de su nacimiento. Los padres de Tomás tuvieron que pagar cerca de 2.000 euros, y desde ese momento se convirtió en uno de los millones de hijos negros que pueblan China en la actualidad.

Tomás sonríe y añade que “al convertirme en hijo negro, mi hermano menor tuvo mejor suerte que yo, ya que él nació de forma legal”. Tomás es el segundo de tres hermanos. Juan, por su parte, es el mayor de cuatro hermanos, uno de los cuales fue adoptado por sus padres cuando lo encontraron abandonado.

Juan y Tomás, nombres ficticios que camuflan las vidas, reales y clandestinas, de dos jóvenes que en China han decidido emprender el camino del sacerdocio. Porque, como dice el segundo de ellos, “ser seminarista es delito” en su país, sobre todo si perteneces a la Iglesia fiel a Roma. En la actualidad, ambos jóvenes comparten seminario en el continente europeo, becados por la Asociación Ayuda a la Iglesia Necesitada. Sus padres saben que se están formando en Europa, pero poco más. El desconocimiento de su paradero se convierte en regla inquebrantable desde que inician el camino del sacerdocio. Nadie debe saber que son seminaristas. Si ese detalle trasciende, les pueden esperar años de cárcel cuando regresen a su país, como ha ocurrido con muchos compañeros. “Cuando salí de mi casa, tan sólo mis padres sabían que me iba, pero ahora no saben dónde estoy, sólo que estoy en Europa. Para evitar cualquier peligro, no les dije nada más”. Todo lo que rodea a la Iglesia católica fiel a Roma está impregnado del misterio, el secreto y el miedo. Sacerdotes detenidos después de celebrar misa; padres que no dicen a sus hijos que van a misa por temor a que se lo cuenten a sus compañeros de colegio, citas en clave para asistir a la celebración eucarística… “‘¿Tenemos vino?’, ‘¿Tenemos pan?’, ‘¿A qué hora?’, ‘¿En qué restaurante?’. Frases como éstas, ya pactadas, nos sirven para fijar lugar y hora de la celebración eucarística”, cuenta Juan. Los ejemplos se podrían acumular sin tiempo para la pausa. Son, para los amantes de los datos, 12 millones de personas perseguidas a causa de su fe.

Dios trabaja y siembra las semillas de la vocación”, cuenta Tomás. En su caso, la semilla fue mimada especialmente por su madre, que “era una mujer muy piadosa. Cuando tenía unos 12 años, nos levantábamos todos los días a las cuatro y veinte de la mañana para ir a rezar en una pequeña capilla instalada en casa de otro feligrés de nuestro pueblo. Dos horas de oración y de vuelta a casa. Por la noche, otra vez a la misma casa para rezar el rosario y vísperas. Así fue mi infancia, así comencé a amar a Dios y a la Iglesia, ahí nació mi vocación. Fue una etapa inolvidable”. Los templos de las comunidades clandestinas están ubicados en casas particulares. Alguna habitación es comedor, dormitorio y, también, lugar de adoración y encuentro de los creyentes fieles a Roma. Nadie debe saber dónde se reúne la comunidad a rezar o celebrar la misa. Si ese detalle trasciende, la policía puede detener a los dueños de la casa o imponerles severas multas. Pero, sobre todo, puede dispersar a una comunidad que debe comenzar de nuevo a buscar su futuro. “Las iglesias no tienen ningún título, no hay ningún tipo de anuncio que indique que eso es un lugar de culto; sólo los miembros de las comunidades saben dónde están. La presión a la Iglesia es diferente en cada lugar, hay sitios en los que, pagando sobornos a la Policía o a los gobiernos locales, se tolera la existencia de este tipo de capillas en casas particulares. En mi zona, los policías saben dónde rezamos. Fueron tres veces hasta allí, pero después de la última ocasión en que visitaron nuestro lugar de culto, ya no han vuelto más. Somos pocos, una comunidad de niños, personas mayores y mujeres, en total unos cien. Yo creo que la Policía piensa que somos un grupo pequeño y poco fecundo, creen que no somos una Iglesia muy viva”, relata Tomás con la normalidad asumida del que ha nacido sabiéndose perseguido.

Sin embargo, las autoridades no contaban con un valioso fruto de esa comunidad ‘pequeña y poco fecunda’: Juan, candidato al sacerdocio. Igual que Tomás, comenzó su formación en seminarios clandestinos chinos instalados también en hogares particulares. En su caso, durante seis años estuvo en seis seminarios distintos. Tomás tuvo más suerte, apenas recorrió cuatro centros en dos años y medio.

Absoluta clandestinidad

El seminario se convierte en una prueba muy dura para unos jóvenes que llegan con ganas de comerse el mundo. Meses y meses sin poder salir de allí absolutamente para nada. Deben rezar prácticamente en silencio. Tienen que hablar en voz baja. Su presencia no puede traspasar los cuatro muros en los que conviven. Se convierten en cocineros, lavanderos, amigos y confidentes, a la vez que tienen que hacer madurar su vocación. En la más absoluta clandestinidad, con el temor adherido a la conciencia de ser descubiertos y tener que abandonar su hogar en el silencio de la noche. Por no poder, no pueden ni hacer un poco de ejercicio. Juan, con humor y firmeza a partes iguales, recuerda que “en muchos pueblos de China, por la noche no hay alumbrado público en las calles. Por eso cuando salíamos por la noche a correr para hacer algo de deporte, la gente veía en la oscuridad a hombres corriendo y se creían que eran ladrones. Entonces soltaban a los perros, que nos atacaban. Tuvimos que dejar de correr por la noche”. 

La metáfora de los perros, corriendo en la oscuridad detrás de los seminaristas, se convierte en una forma más de representar la vida en China de la Iglesia católica fiel a Roma, una comunidad perseguida, que ha aprendido a vivir en la clandestinidad y que no desea, de forma gratuita, salir a la luz, tal y como hace la ‘Iglesia oficial’, la Asociación Patriótica, controlada por el Gobierno chino. “Nosotros no tenemos que salir a la luz, porque ya estamos en la luz. No estamos en la luz de la sociedad, sino en la luz del Señor. Si nosotros nos hiciéramos miembros de la Asociación Patriótica tendríamos que cortar relaciones con el Papa. Si lo hiciéramos, buena parte de la gente, del pueblo, nos animaría. Pero si hacemos eso, saldríamos de la fuente de la salvación, y eso sí que sería una gran pérdida”, sentencia Tomás.

El seguimiento de la ‘luz del Señor’ ha motivado que un número indeterminado de obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas o laicos hayan experimentado, o lo hagan en la actualidad, la realidad de la cárcel, la detención arbitraria o la discriminación tan sólo por su fidelidad a la Iglesia. “¿Sabes, Juan, que si te ordenas sacerdote te espera una vida como ésa?”, preguntamos. La respuesta sirve de punto final a este reportaje: “Yo ya me he preparado para recibir esta cruz. Tan sólo tenemos que fijarnos en los apóstoles y en cómo murieron. Todos, excepto Judas, fueron mártires. Yo creo que mi vida será así. En China no hay libertad para la Iglesia y sé que me espera esta cruz”.

Seminario con santo y seña

Sobre cómo fue su ingreso en el seminario, narra Tomás: “Hace unos cinco años, un día, un señor -cuando llamamos al sacerdote por teléfono no le decimos ni sacerdote, ni cura, ni padre, ni nada, para que la Policía no le descubra-, vino y me dijo: ‘Tal día tienes que comprar un billete para ir a tal ciudad. Cuando llegues allí, un señor te va a recibir’. Yo compré el billete y llegué al sitio indicado. Una persona me recibió y me metió en una furgoneta. Por la noche, después de no sé cuántos kilómetros recorridos, salimos del vehículo, llamamos a una puerta y entré en el seminario. Vi a algunos hermanos por allí rezando, leyendo a santa Teresita o san Ignacio de Loyola… En seis meses no salí ni un minuto de esa casa, no supe en qué lugar estaba y mis padres tampoco sabían dónde había ido. Ni una carta, ni teléfono, ni Internet, ni nada”, recuerda ahora. Tan sólo Radio Vaticano les sirve de ‘fuente de información’.

En el nº 2.643 de Vida Nueva.

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