Tribuna

Una voz grita en el desierto

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Juan Crisóstomo o Juan de Antioquía, Padre de la Iglesia, se caracterizó por ser un gran orador, de hecho, es uno de los más importantes en la historia de la Iglesia.



Por esta razón, recibió el título por el que se le conoce: Juan Crisóstomo, término que proviene del griego, chrysóstomos, y significa «boca de oro». También tenemos a un Pseudo-Crisóstomo. Así se designaba a los autores anónimos de textos falsamente atribuidos a Juan Crisóstomo. La mayoría de estas obras son sermones, entre ellos destaca el Opus imperfectum en Matthaeum, dedicados al Evangelio de Mateo, escritos en latín por un obispo arriano entre los siglos V y VI.

Uno de esos sermones nos habla sobre un acontecimiento usual, rutinario, pero que encierra un recordatorio constante: “Cuando el sol nace, envía antes de aparecer sobre el horizonte sus rayos que hermosean el oriente, dando la aurora como precursora del día”.

Así introduce el sermón que tendrá a Juan el bautista como eje. Presentado como embajador de un rey benigno, prometiendo el perdón sin proferir amenazas. Voz que se une a la del profeta Isaías de quien recibirá la antorcha del relevo para ser la voz de Dios que grita en el desierto.

¿Qué grita Juan?

Juan es el aquel niño del que habla Zacarías cuando dice: “Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo” (Lc 1,76). Un profeta que romperá con una tradición, una cultura muy bien arraigada, allí la fascinación por esta voz que calienta el calor del desierto: nos invita al conocimiento de nuestros propios pecados, y recordándonos la necesidad de hacer penitencia.

Curiosamente, esa voz no venía acariciando con sutileza, no era lisonjera no halagadora. Fue una voz de carácter austero, penitencial, radical, como corresponde al servidor insobornable de la verdad. Una voz cuya sinceridad vulneraba todo signo de diplomacia. Una voz fronteriza que nos dice que preparemos el camino del Señor, allanando sus senderos.

“«Haced penitencia». ¡Oh tributo admirable, que lejos de empobrecer enriquece! Pues cuando alguien retribuye lo que debe de justicia, no otorga nada a Dios, sino que más bien adquiere para sí la ganancia de su salvación”, escribe Pseudo-Crisóstomo.

El bautista nos invita a la conversión, una palabra que encierra un mundo de novedad, y que hemos adulterado y falseado a fuerza de usarla sin compromiso. Conversión tiene en la Biblia significados variados, pero que concluyen en una misma dirección: el corazón de Cristo. En algunos casos es usada como retornar o desandar el camino; en otros casos como cambio interior o de mentalidad. También significa cambio de conducta práctica.

La conversión anunciada por Juan

La voz que clama en el desierto lo hace colmado por la contemplación de la dignidad de Cristo. Por esta razón, insiste en que reconozcamos nuestros pecados. Un reconocimiento que ha de partir de una disposición que sirva de impulso para un cambio total. Reconocernos pecadores ante Dios y los hermanos, llenos de limitaciones, tal y como seguramente hizo aquella gente sencilla que buscaba cobijo bajo el viento abrasador de aquella voz que agrietaba la dureza de corazón. Voz que nos recuerda que esa disposición ha de ser humilde y sencilla, que apague toda señal de soberbia y cinismo en nuestro interior.

La conversión por la que clama esa voz tremenda es aquella que supone un cambio interior y exterior, un cambio profundo de mentalidad y conducta, de actitudes y de actos, pues, como señalaba San Felipe Neri: “el verdadero siervo de Dios no conoce otra patria más que el cielo”. Conversión que abre al hombre la posibilidad de vivir, vivir de veras, vivir espontáneamente, sin segunda intención, vivir para morir y seguir viviendo, como escribió Unamuno.

La conversión supone un proceso siempre en marcha hacia la penitencia que, así la describió San Juan Pablo II, “la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano”. Esa voz sigue gritando, pero desde otro desierto, el desierto de nuestro corazón. Allí vuelve a decirnos: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Paz y Bien


Por  Valmore Muñoz ArteagaProfesor y escritor. Maracaibo – Venezuela