Tribuna

Un día estás en la JMJ de Madrid y al otro día en el seminario

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Agosto de 2011. Madrid. Un encuentro de millones de jóvenes de todo el mundo llamado Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). Sí, JMJ, tres siglas que no iba a olvidar nunca. Sí, allí cambió mi vida para siempre. Me llamo Lucas, sacerdote desde el pasado 20 de junio de 2021 y procedente de la Parroquia Cristo Rey de Gandía.



Y cada vez que escucho esas tres siglas, mi corazón se conmueve y se traslada espontáneamente a aquel verano. Yo tenía 15 años y había terminado 3° de ESO. Recuerdo que vinieron nuestros catequistas y nos convocaron a asistir al encuentro. “¿Cómo? ¿Millones de jóvenes? ¿De todos los países? ¿Y en Madrid? ¿Fuera de casa y una semana sin padres?… ¡Me apunto!”.

No, mis motivaciones no eran muy piadosas, yo iba a ligar y a disfrutar con mis amigos. Y así fue, pero el Señor tenía preparado para mí algo grande. Fue mi primera JMJ, espero que de una larga lista, y estoy convencido de que si me pidieran quedarme con un momento de mi vida en el que experimenté a Cristo de manera potente, si me pidieran un acontecimiento en el que supe que esto es verdad, que Cristo está vivo, sería este.

Recuerdo que, al llegar a Cuatro Vientos, al entrar en aquella explanada inmensa, al ver con mis ojos aquella marea de jóvenes, banderas, tiendas y cantos, me vino al corazón una certeza: “Esto va en serio, esto es verdad”. Allí entendí las palabras de san Pablo: “El Espíritu Santo da testimonio a nuestro propio espíritu”. Y fue así. Una certeza clara, segura, imparable: esto es verdad. El testimonio de la Iglesia joven me confirmó en la fe. Como decía el lema: Firmes en la fe.

Rarito y con miedo

Yo necesitaba ese testimonio, mi pobre y débil fe necesitaba esa certeza. Yo venía de mis ‘movidas’ y mis historias de adolescente, en mi clase, en mi instituto. Allí nadie vivía ya la fe, yo era el único practicante de mi curso. Ni mis amigos, ni mis compañeros del equipo de fútbol, ni la gente con la que salía. La fe estaba pasada de moda. O eso parecía.

Me sentía un rarito y tenía miedo de que, por ser cristiano, se burlaran de mí y quedarme sin amigos. Vivía de máscaras, apariencias, opiniones del resto. Yo llegaba a la JMJ con un dilema: ¿creer o no creer? ¿Qué es la fe? ¿De qué me sirve creer? ¿Por qué ya nadie cree? ¿Vale la pena? ¿Es tan necesario Cristo para ser feliz? Y todas esas dudas y crisis empezaron a resolverse allí, aunque tuve que hacer mi camino, y aquí seguimos.

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