Tribuna

Un día en clausura como una benedictina

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La reja de madera de la capilla es un signo de unión. Une mundos. Une el de las 68 religiosas de clausura, de entre 27 a 91 años, de la abadía benedictina Mater Ecclesiae, y el de los huéspedes del monasterio ubicado en la isla de San Giulio, en el lago de Orta. Estamos en Piamonte. En esa reja se entrelazan oraciones, cantos, vidas, miradas fugitivas y mucho más cuando nos encontramos unos de un lado y otras del otro. Nos “unimos” siete veces al día para la Liturgia de las horas que empieza a las 4:50 con el rezo de Maitines y termina con las Completas a las 20:45.



La capilla de la abadía se encuentra en la parte superior y desde sus ventanas con cristales de colores no se ve el lago. Pero su presencia, y la de la costa de Orta San Giulio, se perciben en el silencio.

“El monasterio es un puerto de llegada. No está fuera de este mundo”, dice con voz armoniosa la madre Maria Grazia Girolimetto, abadesa del Mater Ecclesiae desde 2018. Las benedictinas viven dentro de la abadía y en los edificios que la rodean. A veces, durante el día, se vislumbra a algunas que, tras salir de sus celdas, cruzan para la oración comunitaria los puentes cubiertos de vides que conducen a la capilla. “Hacemos nuestra peregrinación a Sion”, explica la abadesa.

También los huéspedes del monasterio lo hacen. Salmodia, cantos, ‘lectio divina’, música de órgano y silencio acompañan a las monjas y a los que desembarcan en la isla de San Giulio que siempre encuentran en sus estancias flores de bienvenida del jardín y una nota con su nombre en uno de los bancos de la capilla, los que miran a la reja de madera. “Indica solo el espacio sagrado de las consagradas al Señor. El mundo exterior tiene otras rejas, otros muros que dividen”, comenta Madre Girolimetto con una acogedora sonrisa.

En la isla de San Giulio, de solo 275 metros de largo y 140 de ancho, el tiempo permanece suspendido. Junto al monasterio se encuentra la basílica de San Giulio y algunas casas, habitadas principalmente en verano. “Aquí solo hay una calle, no hay coches, motos o bicicletas”, apunta la madre superiora. Los huéspedes que llegan aquí buscan un espacio para la oración, para dar sentido a la vida o para aliviar sus cargas. Vienen personas de todo tipo, desde grupos escolares, jóvenes, mujeres pasando por gente de fe hasta gente que no cree. Quieren una experiencia profunda. Se marchan distintos a como llegaron. Después muchos me escriben para darme las gracias y muchos otros vuelven”.

El monasterio benedictino Mater Ecclesiae en la isla de San Giulio fue construido en 1973 sobre un antiguo seminario y este año se cumple el 50 aniversario de su nacimiento. Esta comunidad monástica fue fundada y dirigida hasta 2018 por la madre Anna Maria Canopi. La madre Canopi, de una profunda espiritualidad y autora de poemas, fue también la primera mujer llamada a escribir en 1993 el texto para el Vía Crucis del Papa en el Coliseo. La madre Girolimetto, –nacida en Figino Serenza, en la provincia de Como, en junio de 1963, graduada en pedagogía–, conserva su legado.

“Fui elegida por la comunidad y ella también votó, ya que renunció a la edad de 87 años”, dice. Y ella, que ha estado cerca de la madre Canopi durante 30 años, recuerda que “podía parecer frágil, pero era fuerte y confiaba mucho en el Señor porque tenía esa fuerza que no da la confianza en uno mismo, sino en Dios. Supo enseñar el arte de escuchar y de hacerse a un lado para dejar actuar al Señor”. En las palabras de la abadesa, espiritualidad, vida cotidiana y comunidad se dan la mano.

Después de la cena, hay un encuentro fraterno entre nosotras. Es un momento en el que, como sucede en la familia, hablamos del día, de los huéspedes, del mundo y de los acontecimientos cotidianos”, enumera madre Girolimetto. “A veces pasa que en la convivencia surgen dificultades y obstáculos. Entre los deberes de la abadesa está el de apagar los fuegos que se enciendan. Hoy es difícil vivir en pareja y bien se puede imaginar que, en una comunidad con tantas mujeres, como la nuestra, pueden surgir dificultades. Pedirse perdón es un momento compartido que ayuda a romper nuestro yo presuntuoso”, explica.

Y un leve sonrojo aparece en su rostro cuando, hablando de las publicaciones de madre Canopi, confiesa que, como la fundadora del monasterio de clausura, también ella escribe poesía. Nuestros pensamientos se dirigen al aniversario del Mater Ecclesiae. “No habrá auto celebración, sino una simple celebración”, anticipa la abadesa. Del monasterio de San Giulio nacieron otras comunidades como la de Saint-Oyen, en el Valle de Aosta, y el priorato de Fossano.

La jornada

En las celdas de las benedictinas, entre una esterilla extendida en el suelo para la oración y un reclinatorio, el día comienza temprano. “Suena la campana a las 4:20, pero el despertador incluso antes. La noche es un tiempo precioso para la oración. Su quietud es un tesoro. A la oración llevamos una montaña de intenciones de todos el mundo”, dice madre Girolimetto. Después del desayuno, las benedictinas se dedican a sus deberes como la artesanía, la estampación, el bordado, la costura, la cocina y la preparación de la liturgia.

“Todo sucede en silencio”, explica la abadesa. Solo la naturaleza de la isla habla. “Por la tarde las monjas que han hecho voto solemne se dedican al trabajo, mientras que las novicias, que son siete ahora, estudian latín, griego, literatura monástica y patrística. Asisten a cursos impartidos por las hermanas o a los cursos online específicos para los monasterios de la Universidad Sant’Anselmo”, relata la madre superiora.

Después de Vísperas hay oración personal en la celda o en el jardín, luego la cena, el encuentro entre las hermanas y Completas. Entre las 21:30 y las 22:00 nos vamos a dormir. Las religiosas se dedican a la oración y al trabajo, según las enseñanzas de san Benito, opus Dei, opus manuum. “El trabajo de las manos está impregnado por el trabajo del espíritu, ya que la oración no cesa cuando se sale del coro, sino que continúa en el corazón”, escribió la madre Canopi en el libro “Una vida para amar. Memorias de un monja de clausura”.

“El trabajo es un canto a Dios”, apunta Girolimetto. La restauración y el bordado de las vestiduras sagradas de San Ambrosio, Charles de Foucauld y Juan Pablo II son obra de las manos de las benedictinas de San Giulio. Y en Santa Marta, en la casa del Papa Francisco, hay un icono hecho por ellas de Nuestra Señora del Silencio, como un símbolo contra los chismes y rumores. La pintura reinterpreta un fresco copto del siglo VIII que representa a Santa Ana.

Francisco, para la madre Girolimetto, es “el Pontífice profético”.

El silencio en el Mater Ecclesiae es una puerta abierta para entrar en el Misterio y los huéspedes están invitados a respetarlo.

El monasterio

No hay televisores en el monasterio, ni se utilizan las redes sociales. “Nos informamos con los periódicos ‘L’Osservatore Romano’ y ‘Avvenire’. El acceso a Internet es limitado, pero todas las noches una hermana pone al día a la comunidad sobre lo que sucede, hace una especie de pequeño noticiero”, explica madre Girolimetto. En un momento en que las vocaciones disminuyen, Mater Ecclesiae, nacido hace 50 años con seis monjas, aparece como un faro en la tiniebla.

“Nosotros no hacemos campañas vocacionales. Pero el legado espiritual de la madre Canopi y el aislamiento de la isla de San Giulio siguen atrayendo. Quizá el valor de una propuesta radical en un tiempo dominado por la fragmentación y la fragilidad también cuenta”, analiza la abadesa. En este deseo de atracar, la decisión de echar el ancla exige un auténtico camino para llegar a la profundidad de las propias motivaciones y de la verdadera llamada de Dios. “Los primeros años son de discernimiento. El camino de nueve años sirve para ser conscientes la opción tomada”, subraya la madre superiora

Hoy en el Mater Ecclesiae hay una recién graduada de veinticinco años que ha iniciado un camino vocacional (es una aspirante), una mujer de cincuenta años que vive en comunidad siguiendo su camino de discernimiento (es una postulante), y una madre de cinco hijos que vive fuera de la abadía y se enfrenta al proceso de entrega a la Regla de San Benito como oblata.

Maria Grazia Girolimetto comenzó su viaje a la clausura a la edad de 26 años. Después de graduarse en educación, comenzó a enseñar. “Pensé que me casaría y que tendría mi propia familia. Entonces llegó la llamada”, dice. “Al principio pensé en una vida entregada, tal vez en un compromiso misionero. Entonces comprendí, pasando por una lucha interior, que la forma de llegar a todos era estar más cerca de Dios en la oración. Mis padres no tomaron bien mi decisión, pero luego entendieron que la vida en clausura es abierta, no cerrada. No puedo salir, pero puedo encontrarme con las personas que vienen aquí”, dice.

Quienes lleguen encontrarán en una de las puertas de la abadía la regla ‘Hostellos tamquam Christus suscipiantur’ (los invitados son recibidos como si fueran Cristo). Los huéspedes del monasterio se reúnen para el desayuno, el almuerzo, la cena y escuchan, como las monjas, lecturas que dibujan imágenes. Escuchamos las palabras de San Jerónimo o las del diario del padre Giovanni Salerno, fundador de los Misioneros Siervos de los pobres del Tercer Mundo. A veces, las comidas se acompañan con música clásica o sacra en lugar de las lecturas.

La vuelta

En el barco que sale de la isla de San Giulio, rumbo a la orilla de Orta, se ve el agua que crea pequeñas olas, como ciertas ondas del alma. La abadía se aleja y la visión del monasterio Mater Ecclesiae conlleva una promesa de retorno. En el horizonte aparece luminoso a la vez que misterioso. “No vemos todo el camino por delante, tenemos que confiarnos”, exhortaba Girolimetto en oración. Más allá de la reja. Esa reja que una vez al día, para la celebración de la misa, abre una puertecita sobre el claustro y sobre el Misterio.


*Artículo original publicado en el número de junio de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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