Tribuna

Santa Teresa de Jesús: loca, cuerda, cuerda, loca

Compartir

La mente contemporánea interpreta de una manera psicológica las visiones, y las cataloga, inmediatamente, como locura. Uno de los debates que no ha perdido un ápice de actualidad sobre Teresa de Jesús, por encima de sus logros como mística y de sus hallazgos como escritora, es el de si estaba loca o cuerda, si se creía sus propias visiones, si era cierto que sufría alucinaciones. No solo existe el deseo de saberlo, sino también el de comprender cómo podría encajar dentro de la lógica actual lo que, de forma anecdótica, se conoce sobre Teresa, y que incluye éxtasis, levitaciones y encuentros con ángeles.



La realidad es que Teresa padeció, y padeció mucho, del espíritu, como se definía entonces. Su mente atravesó tormentas y tormentos, y muy pocas veces encontró la paz durante sus primeros cuarenta años. Vivió momentos de una gran inestabilidad psicológica, y de una somatización que le hacía sentir en carne lo que elaboraba en su cabeza. Y lo cierto es que su salud mental continúa resultando un misterio, por mucho que ella se esfuerza en describir algunos síntomas.

Que era inestable queda más que constatado, por ella misma y por la forma en la que los demás la describen. Que logró un estado de felicidad privilegiado también resulta indudable. Teresa, loca o no, llevó a cabo con éxito su propia terapia, y lo consiguió a través de la oración, como tantos otros místicos torturados por la presencia inalcanzable pero muy real, muy perceptible para ellos, del más allá.

La psiquiatría considera que los estados místicos son patológicos. Sin embargo, personas de culturas y entornos muy diversos han experimentado visiones o éxtasis, o incluso experimentado con estados alterados de conciencia. Determinados pueblos los consideraban imprescindibles como un rito de madurez y el paso a la edad adulta, o como un mensaje divino sobre el sentido de su existencia. Nuevos nombres, oficios o destinos se escogían tras haber experimentado un trance en el que un dios, un tótem o cualquier otro elemento divino se aparecía al humano. Algunos pueblos los vivían con absoluta naturalidad, otros los destinaban a los sacerdotes o personas santas, y otros buscaban con auténtico ahínco esa comunicación transformadora y definitiva.

Un don

Para Teresa, en cambio, ese camino que consideraríamos ahora a la locura, era un don. Percibía algún trazo de que formaba parte de una unidad mayor, y de una comprensión abstracta. Teresa afirmaba que en una visión se le dio el privilegio de comprender el misterio de la Santísima Trinidad de golpe y sin previo aviso, como un premio inesperado.

En la ya clásica opinión del doctor García-Albea, Teresa padecería una epilepsia parcial, también llamada ‘enfermedad de Dostoyevski’, entre cuyos síntomas se encuentran precisamente algunos estados de conciencia alterada, muy placenteros. Ese diagnóstico un tanto descorazonador, que no resta, sin embargo, un ápice de mérito a las conquistas místicas de Teresa, coincide con las descripciones que ella hace de sus arrobamientos, que no avisaban y la dejaban transida, y con la sensación de ser una privilegiada, una amiga íntima de Dios. Según el propio doctor, esta enfermedad la padecerían también otros seres de fe como Mahoma, Juana de Arco o san Pablo.

Fue a raíz de esa enfermedad cuando ella comienza a experimentar las visiones y los éxtasis. La interpretación de su tiempo, y la de muchos posteriores, es que fue un privilegio de santidad, y más, proviniendo de una muerta regresada a la vida. La contemporánea médica se inclina por una lesión cerebral como consecuencia de la encefalitis que le provocara esa epilepsia parcial.

Visiones y éxtasis

Desde luego, y a diferencia de otras ‘iluminadas’ o de monjas histriónicas que intentaron atraer la atención con aspavientos, Teresa vivió esos momentos con una mezcla de regocijo y pavor. Era una preocupación constante que consultaba a sus confesores, que no sabían tampoco darle consuelo. Cuando tuvo claro en su fuero íntimo que era un don de Dios, y no una tentación diabólica, les restó importancia y se convirtieron, más bien, en una molestia. Le hacían perder el sentido en los momentos más inoportunos, y la hacían destacar aún más, que no era lo que deseaba en un convento plagado de cotilleos, insidias y luchas de poder.

En algún momento la lesión cerebral curó, o la epilepsia remitió, o lo que fuera que perturbara a Teresa desapareció, y con ello, las visiones y los éxtasis. Ella rozaba los 40 años, había adquirido una seguridad en sí misma mucho mayor, y no añoró esas experiencias, que sustituyó por la oración privada e íntima, y por una incesante actividad.

Lo interesante de este proceso es que Teresa creía firmemente que entraba en comunión con Dios y con los ángeles, y así lo creían también los demás. Su fe era genuina, su lucha por perfeccionarse espiritualmente también, y nada, ni los dolores, la parálisis o la crítica ajena la apartaron de una senda en la que ella encontraba la felicidad y que pensaba que le aseguraba la salvación, la gran obsesión de la abulense.

Santa Teresa de Jesús

Teresa no recuerda en su vida ningún momento en el que no estuviera aterrorizada por las imágenes de condenación y del infierno. Era una niña muy pequeña cuando ya le obsesionaba el fuego eterno, y la posibilidad de caer en él. Por otro lado, su familia se encontraba hostigada por otro peligro mucho más real, pero que podía conllevar también ser quemados: debían ocultar, al precio que fuera, que eran conversos recientes. Teresa debió de sentir ese miedo oculto a una condenación misteriosa por un pecado que ni siquiera había cometido.

Desde su misteriosa enfermedad (¿encefalitis?, ¿meningitis?, ¿fiebres de malta?…) a los veinte años, pasará, oscilando entre enfermedades, pequeñas mejoras psicológicas, miedos, alucinaciones y nuevas depresiones, los siguiente veinte años de su vida. Veinte años en los que Teresa se encontraba triste, incapaz de expresarse con propiedad, enferma y encamada, sin fuerzas para nada, inapetente, insomne y con profundas dudas y ataques de ansiedad.

Sin embargo, eso cambia cuando llega a la madurez. La mujer llena de escrúpulos morales y culpa da paso a una nueva Teresa; aún no toma las riendas de su vida, pero sí de su alma. Se entrega de nuevo a una figura divina, en este caso a un padre, san José, y se siente poco a poco curada, a través de la oración, que comienza a dominar. Poco a poco, llega más lejos. Siente que san José la ha escuchado, y ahora estrecha su relación espiritual con un esposo también divino e invisible, pero que nunca la abandonará ni traicionará: el propio Jesús. Bajo su amparo, los miedos comienzan a disiparse, tanto a ser condenada como a condenarse, y comienza la vida de la que será la Teresa reformadora, andariega, fuerte y segura de sí y de sus ideas.

Para entonces ha cumplido 48 años, una edad nada desdeñable. Se encuentra a las puertas de la ancianidad. Seguirá sufriendo, de vez en cuando, por las dificultades que se encuentra, las traiciones o, simplemente, porque no encuentra cómo hacer lo que desea. Pero ya no de la manera en la que lo hizo.

*Extracto del Pliego escrito por la autora para Vida Nueva (nº 3.241). Completo solo para suscriptores