Tribuna

Por una ética del amor trinitario

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Todo cristiano debería estar familiarizado con el misterio de la Santísima Trinidad. En él se concentra todo el cuerpo doctrinario del Cristianismo, que afirma la verdad de que en la unidad de la Divinidad (Dios), hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo que son verdaderamente distintas una de la otra.



San Cesáreo de Arlés (470-542) afirmó que en ella, en la Trinidad, se fundamenta la fe de todos los cristianos y así queda recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica.

La Trinidad, más allá o más acá de su significación teológica y espiritual, nos puede revelar desde su misterio, la culminación de una intuición que penetra todos los dominios del Ser y la conciencia y que nos induce a la unidad entre los hombres. Quizás por ello, el filósofo español Raimon Panikkar, concluye que un ser humano que no sea capaz de comprenderse a partir de lo trinitario no podría salir de su ínfimo ‘sí mismo’ y, producto de ello, terminaría ahogado en su propia e insuficiente realidad. En tal sentido, someto al arbitrio de los lectores para alcanzar la paz y la felicidad humana, la posibilidad de establecer a la Trinidad como modelo para darle sentido a una nueva ética: una ética del amor trinitario.

Una ética que beba del amor

Mijail Bajtin nos lanza a la aventura de explorar en una ética dialógica que erosione las bases del monologismo moderno. Una ética que beba absorta de la fuente del amor que no es otro que aquel que brota pleno del misterio trinitario, es decir, aquella ética que invite a la dinámica de la unidad querida por Dios: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (San Juan 17:21). Solo Cristo, escribirá Chiara Lubich, puede hacer de dos uno, porque su amor, que es anulación de sí mismo (amor infundido en nosotros por el Espíritu Santo), nos hace entrar hasta el fondo del corazón de los demás. Entonces, en las personas individuales y entre ellas establece su morada la Trinidad.

La propuesta de una ética basada en el amor trinitario nos remite a la transformación del Yo, el Tú y el lenguaje entre ellos a través de una pericoresis o unión hipostática en la misma frecuencia en que los antiguos cristianos explicaron el dogma trinitario, cuya finalidad será la supremacía del prójimo, es decir, que la palabra prójimo se llene de carne y sangre y no siga siendo ese espacio vacío capaz de llenar los buenos discursos.

Una ética del amor trinitario

Una ética tejida a partir del amor trinitario podría permitirnos la apertura a una imbricación en el mundo con los otros, es decir, a la disolución de la constante cuestionabilidad del prójimo y de lo ajeno para comprenderlos como co-instituyentes del mismo mundo compartido. El filósofo francés Merleau-Ponty señaló que lo primordial en la vida humana no podía ser ni el yo ni el otro, sino la vida en coexistencia.

Esa vida en coexistencia es acariciada por el amor que la permite, que, al igual que en la Trinidad, nos ubica frente a la apertura a la unidad sin que se desdibuje la particularidad, puesto que, bajo esta perspectiva antropológica, la Trinidad que es Dios se nos asoma como único símbolo real de reunión de los seres en el ser, definido a partir de ahora como ser anímico, motor móvil de toda la realidad o, como lo vislumbró Dionisio Aeropagita: ser relacional del universo.

Una sociedad armonizada por una ética trinitaria dinamiza al amor como un movimiento en permanente búsqueda del amor mismo. El amor, no solo es fuente, sino que también es fin y motivo del obrar, en palabras de San Agustín uno se transforma en aquello que ama: “¿Amas la tierra? Serás tierra.

¿Amas a Dios? Entonces yo digo, serás Dios”. Una ética del amor trinitario se fundamenta, como es de suponer, a través de un logos de amor que abre los ojos de los ojos para erosionar las bases que han sustentado la dinámica de la modernidad, alimentada por la determinación de cada uno de vivir aparte y por su parte de los demás. En el amor, el hombre coincide con la voluntad del bien, es fuerza unitiva que transforma al Yo en el Otro de manera que cuanto pertenece a uno no quede separado del otro. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela