Tribuna

Poquedad

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Alguien me dijo hace unos días que no me acostumbre a pedir poco, porque merezco todo y mucho. Dejando de lado el merecimiento, que sería para analizar en otro momento, quiero resaltar el concepto. “Porque si pedís nada, tendrás nada”, dijo. Ella me sorprendió con una palabra que tenía olvidada: “no te estanques en la poquedad, insistió. A través de estas líneas se lo quiero agradecer.



Me hizo reflexionar de “prepo”. Y entonces pensé que, en este tiempo de rapideces injustificadas, magnicidios de pueblos enteros porque caen en la humillación de su dignidad, el flagrante ninguneo a la opinión pública y descaros varios metidos impunemente en nuestras casas, parece que la agenda del hambre cero ya pasó a mejor vida y la tolerancia cero de tantas cosas que decimos, también. Pareciera que efectivamente, hemos dejado de pedir, porque nos venimos acostumbrado a la nada. Nos están haciendo creer que somos nada.

Estamos viendo que hay quienes pueden y saben marketinear sus gritos y sus estafas –a través de todas las pantallas que vivimos– para el convencimiento de lo que ellos quieren hacernos creer que necesitamos. Y piden de nosotros que aceptemos propuestas inaceptables con la impunidad de quienes tienen comprados los espacios en los medios. Que aceptemos –es decir, que compremos– sin pensar, sin sentir, sin descifrar el verdadero tiempo en el que vivimos, más allá de que nos guste más o menos.

Dignidad y libertad

Los cristianos y las cristianas sabemos que ninguna vida es fácil ni es pura magia ni se compra en un supermercado de barbies color de rosa. Sabemos por experiencia viva de un Jesús encarnado en la historia de la humanidad, que las más de las veces hay que caer de rodillas para pedir entendimiento, comprensión y nueva esperanza para salir a caminar estos tiempos tan llenos de dificultades y vacíos.

Y Él nos enseñó a pedir como hijos, ni como esclavos, ni como mendigos. Nos enseñó que tanto la dignidad como la libertad son dones de Dios para todos, obran en todos, son irrevocables y se piden para todos.

Hemos cultivado una falsa humildad que nos niega enteros. Una prudencia atontada que no nos deja pedir por y para el Reino. Andamos como ciegos. Con una espiritualidad seca de iniciativas, adormecidos por los rezos de memoria y la Misa de precepto. Sí, es verdad que muchas veces andamos como podemos. Pero también es verdad que el no puedo y el no debo nos llevan por derroteros donde terminamos creyendo que hay que pedir poco, ser poco, decir poco, callar mucho y no meterme y obedecer por las dudas… Dejamos pasar la vida repitiendo hasta el hastío todo tipo de fórmulas, reglas, leyes, decretos, pactos y los que no existen los inventamos y lo que no nos cabe lo agrietamos.

La poquedad es creer que “no puedo”, que “no debo”, que “no merezco”, que “ya hice todo”, que “me cansé”, que “ya dije”, que “no me escuchan”, que “no vale la pena”. La poquedad es no poder decir y hacer todo aquello que vale la vida, la que sólo puede ser Reino y tener dimensión cabal de Reino.

La Palabra

Es asombrosa la cantidad de mensajes en las redes que hablan de lo que deberíamos hacer, del poder de esto o de aquello, de los cambios de conciencia, de las posibilidades aliadas a la salud y todo lo que se nos ocurra. Todo se vende o se compra. En el medio de esta tensión estamos inmersos y nos hacemos compradores y, a veces, hasta vendedores. Y mientras, hay un libro que duerme en las estanterías de nuestras casas y de nuestras parroquias.

Uno que desde el Génesis al Apocalipsis nos habla de todas las maneras posibles –en todos los géneros literarios, con todos los ejemplos necesarios y los modelos adecuados– para entender el proceso vivo y la evolución de la humanidad en esta historia que para nosotros es especial porque en ella está inserta la historia de la Salvación y la historia de la Iglesia. En la Palabra está el piso y el sin techo del Reino.

Si seguimos separando estas tres historias y no podemos leerlas de manera conjunta y armónica para poder transitar nuestro tiempo, vamos a seguir pidiendo poco.  Estamos llenos de ejemplos claros que ponemos por delante en homilías y catequesis pero que no terminamos de asumir para la vida de nuestro pueblo, en la porción de tierra en la que Dios nos ha llamado a la vida.

Somos de Dios y como sus hijos e hijas amados podemos pedirlo todo, para darlo todo. Si andamos escatimando, si miramos para otro lado, si nos quejamos sin decir las palabras clave que necesita este momento y sin salir presurosos como María –que tanto nos gusta repetir– a anunciar que Jesucristo vive hoy en el corazón de cada sufriente, no podremos ser oportunos ni valientes cuando queramos salir como la Magdalena a anunciar que hay resurrección y esperanza.

Nuestro ser cristianos se juega dentro de la historia de la humanidad en la que vivimos en cada minuto de nuestra vida en el exacto lugar que estamos. Estamos llamados a ser constructores y protagonistas de la historia de la Salvación y de nuestra Iglesia.

Empecemos por clamar, por pedir como hijos amados, subiendo a la montaña cada noche, para bajar con la palangana y la toalla por la mañana, para proclamar con la vida toda que para cada uno y cada una –como para Jesús– lo único importante es el Reino. Porque el Reino es Dios.

Todo para todos

Queremos todo para todos. Acá repetimos esa cita que nos incluye y nos desafía: “Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”.

Queremos gritar porque es justo y necesario que haya brazos que abracen este momento histórico. Hoy se hace propicio abrazarnos ante la injusticia, las falsedades y los gritos que nos entorpecen y oscurecen el sentido.

Queremos decir que estamos dispuestos al seguimiento radical de Jesús que implica la multiplicación de la superficie del dolor que se sostiene día a día en el Amor de Dios.

Queremos gritar que mientras estemos vivos, iremos con la alegría por delante porque nunca la tristeza será asociada al nombre de Jesús.

Que la poquedad no nos inunde la razón, ni el entendimiento, ni la conciencia.