Tribuna

La parábola del sembrador: eternamente manos a la obra

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Jesús no nos habla en abstracciones ni nos pide que sigamos una ideología. Jesús nos invita a entrar en relación con Él y a contemplar el mundo con sus ojos, ofreciéndonos su vida como ejemplo y dándonos su Palabra. Y las parábolas de Jesús, transmitidas por los evangelistas, son la personificación de su Palabra y un ejemplo de su estilo, el “estilo de Dios” que respeta nuestra libertad.



Si el mensaje profundo de aquellas narraciones familiares y aparentemente sencillas se nos escapa a primera vista, es porque Jesús nos lo oculta intencionadamente. En definitiva, las parábolas de Jesús se convierten en el lugar de encuentro con su Palabra, –con la Palabra que es Él–, para quienes están dispuestos a acogerlas con generosidad de espíritu. No tanto como ejercicio literario y no solo como oportunidad de estudio, sino sobre todo como medida de Dios sobre las cosas y sobre nosotros mismos.

¿Cuál es el primer paso fundamental que conduce a ese encuentro? Como todo encuentro auténtico, ese paso es escuchar. Pero ¿qué tipo de escucha? “Escucha a Israel”, Shema ‘Jisra’el, lo tenemos en las Escrituras. Isaías nos recuerda que se puede escuchar sin entender, tener sentido del oído y no saber usarlo. ¿Qué se nos pide entonces al escuchar? Prestar atención a cómo escuchamos la realidad en la que la Palabra actúa constantemente.

El significado profundo

Nos lo recuerda la parábola del sembrador, sin la cual ni siquiera se entienden las otras parábolas. “Escuchad”, exhorta Jesús antes de comenzar la historia del sembrador, y concluye “el que tenga oídos, que oiga”, recordando a su manera a Isaías. Por eso, quiero centrarme aquí, ahora, en Jesús hablándome. Y me imagino sentada en el suelo, entre la multitud, junto al mar de Tiberíades, tranquilo y hermoso.

Observo a Jesús alejarse, subir a la barca y quedarse allí. Empieza a hablar y yo sigo su historia. Me parece, inmediatamente, que he captado su significado, pero poco después me doy cuenta de que el significado profundo se me escapa. Como los discípulos, le pido a Jesús que me lo explique. No pudiendo hacerlo, como ellos, en persona, lo hago en el recogimiento, escuchando la Palabra con mayor atención, con “la mente, el alma y el corazón”.

La figura del sembrador que siembra con tan generosa abundancia y en todas las direcciones posibles, se me revela entonces como Aquel que está constantemente, eternamente, manos a la obra. El amarillo dorado del sol que irrumpe con fuerza en la pintura de Van Gogh sugiere ese acto creativo inmanente. La semilla incansablemente esparcida se convierte en vida en potencia. Y la tierra, esa tierra destinada a acoger la semilla de la vida soy yo, como persona, pero también somos nosotros, como comunidad, ya sea eclesial como religiosa o civil: todos somos sus destinatarios, sin distinción.

Los cuatro tipos de terrenos surgen como diferentes formas de acoger la Palabra y reconocer su presencia en todo lo que sucede a su alrededor. A veces escuchamos con un corazón endurecido por convicciones rígidas y preconceptos, y no queremos decir nada; otras veces escuchamos sin que el deseo de escuchar haya arraigado en el fondo del alma y entonces solo entendemos superficialmente; otras veces escuchamos sin alumbrar con la mente lo que nos condiciona mientras escuchamos y, en vez de comprender, tergiversamos y nos engañamos.

Un compromiso de vida

Cuando escuchamos “con el corazón, con el alma y con la mente” entendemos con plenitud “cosas escondidas desde la fundación del mundo” y damos fruto en abundancia, como buena tierra. Demos un salto cualitativo. Nosotros mismos nos convertimos en la semilla de la vida. La parábola nos abre así los ojos a la dura realidad de nuestras resistencias, distracciones y fragilidades en la escucha, pero al mismo tiempo, como se trata del estilo de Dios, no nos desanima.

A pesar de la falta de respuestas, el sembrador seguirá sembrando en todos las direcciones. La escasez de frutos de la tierra menos fértil se remediará con la asombrosa abundancia de los frutos de la tierra buena. Requiere, sin embargo, de nuestra colaboración. Y aquí está el desafío.

Nos toca preguntarnos cada día: ¿Qué tierra estamos poniendo a disposición de la Palabra y de los demás? ¿Escuchamos lo que crece o no crece y por qué, en nuestra tierra en la de los que nos rodean? ¿Tenemos la fuerza y el valor para dejar de lado nuestros prejuicios e ideas preconcebidas? Un llamamiento firme para escuchar y para discernir dirigido a todos en la Iglesia y en el mundo. Y que requiere, de una respuesta concreta, de un compromiso de vida.

 

Jesús se puso a enseñar otra vez junto al mar. Acudió un gentío tan enorme, que tuvo que subirse a una barca y, ya en el mar, se sentó; y el gentío se quedó en tierra junto al mar. Les enseñaba muchas cosas con parábolas y les decía instruyéndolos: «Escuchad: salió el sembrador a sembrar; al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; los abrojos crecieron, la ahogaron y no dio grano. El resto cayó en tierra buena; nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno». Y añadió: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Cuando se quedó a solas, los que lo rodeaban y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas. Él les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que “por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados”». Y añadió: «¿No entendéis esta parábola? ¿Pues cómo vais a conocer todas las demás? El sembrador siembra la palabra. Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes, y cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, enseguida sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno».

Marcos 4, 1-2

*Artículo original publicado en el número de junio de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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