Tribuna

Las madres de los huérfanos blancos

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“Después de veinte años de trabajar como técnico de producción, la fábrica me despidió: habían decidido trasladar las plantas a China. No teníamos comida en casa. Salí de Rumanía por desesperación y en Italia encontré un trabajo como cuidadora. Dejé dos hijas y una madre anciana. Durante seis años no he podido verlas. Cuando pude volver por unos días, había perdido la costumbre de tocarlas. Nos estuvimos abrazando todo el tiempo. Ya no me sentía madre sino solo un bolsillo con dinero y una voz al teléfono”.



Liliana Nechita tiene talento de escritora para contar su vida dividida entre el cansancio del emigrante y el dolor de los sentimientos entorpecidos por la distancia. Ese dolor lo contó en su libro debut, Cerezas amargas. En Rumanía ha tenido mucho éxito y le ha procurado premios y reconocimientos. En sus páginas estaban grabados los sentimientos y las heridas que comparten miles de mujeres que vinieron de países pobres al mundo rico, para cuidar a los niños y ancianos de las familias ricas, dejando atrás a sus hijos y a sus ancianos.

Según el Consejo de Europa, hay hasta un millón de “huérfanos blancos”, hijos de padres emigrantes, en países como Bulgaria, Rumanía y Polonia. Solo en Rumania, UNICEF ha estimado en 350.000 los niños y jóvenes abandonados por padres y madres que se fueron a trabajar al extranjero. “En la Rumanía rural hay vacío tal que en la calle solo te encuentras con ancianos y niños”, dice Silvia Dumitrache, una rumana de Bucarest que llegó a Italia en 2003 para tratar a su hijo enfermo. En Milán, donde vive, fundó ADRI, la Asociación de Mujeres Rumanas en Italia.

Mamá te quiere

“Estaba en la cocina y en la televisión ponían un documental. Escuché hablar en rumano y presté atención. Contaba la historia de tres niños pequeños, hijos de madres emigrantes, que se habían suicidado. Uno de ellos le había dicho a un amigo: ya verás que haré volver a mi madre. Al día siguiente se ahorcó. Y su madre sí, regresó, pero para llorarlo. Se me cayó el mundo encima y pensé que tenía que hacer algo”, explica. Una de las primeras iniciativas de ADRI fue la Campaña Te iubeste mama! (Mamá te quiere).

En Facebook lancé una petición para facilitar la comunicación audiovisual a distancia entre padres e hijos. Me secundaron miles. Me puse en contacto con bibliotecas rumanas y con instituciones italianas para permitir que madres e hijos hablaran entre ellos a través de una tablet”, indica Dumitrache. Pero una pantalla “no puede reemplazar un abrazo”, advierte Maria Grazia Vergari, profesora de psicología del desarrollo en la Pontificia Facultad de Ciencias de la Educación Auxilium. Vergari imparte clases en los cursos de formación de Domina, una asociación de familias de empleadas domésticas.

Explica que “el sufrimiento de las personas que trabajan en nuestras casas como cuidadoras muchas veces es secreto, escondido. Las mujeres no hablan mucho de los hijos que dejaron. Puede ser por pudor o por vergüenza. Se sienten culpables, a veces sienten rabia, saben que es correcto haber buscado la manera de mantener a la familia, pero también saben que están pagando un precio muy alto”. Según el informe anual de Domina, hay dos millones de trabajadoras domésticos en Italia y 6 de cada 10 trabajan ilegalmente. Hay 402.000 cuidadoras, el 92 por ciento extranjeras y más del 42 por ciento provienen de países de Europa del Este. Algunas pasan por experiencias traumáticas como la humillación constante o las condiciones de trabajo extenuantes.

No en vano, en 2005 dos psiquiatras ucranianos, Andriy Kiselyov y Anatoliy Faifrych, acuñaron la terminología “síndrome Italia” para definir una forma especial de depresión que afectaba a las cuidadoras. Una investigación del Corriere della Sera reveló unas 200 hospitalizaciones al año en la clínica psiquiátrica rumana de Socola. El dolor de las familias divididas a menudo pesaba sobre el sufrimiento de estas mujeres. Maria Grazia Vergari indica que “a veces algunos niños, cuando sus madres volvían a visitarlos, las rechazaban”.

En Butea, en el noreste de Rumanía, una de las zonas más pobres del país, hay un hogar de las Hermanas misioneras de la Pasión de Jesús que durante catorce años acogió también a estos huérfanos blancos. El estallido de la pandemia hizo que volvieran a tratar solo a los ancianos. Pero algunas monjas recuerdan la fría bienvenida de los niños a las madres y esa preguntas insistentes como, “¿dónde está mi nuevo teléfono? o ¿dónde traes el dinero?”

Lentamente, hoy, las cosas están cambiando. Silvia Dumitrache observa: “Los padres más jóvenes se quedan seis meses en el extranjero y seis en Rumanía. Se centran en Alemania y el norte de Europa, países más organizados. Algunos lograron llevar a toda la familia a Italia. Todas son iniciativas de particulares, porque en Rumanía no existen políticas públicas para las familias transnacionales”. De vez en cuando alguien se rebela.

Síndrome de las vidas suspendidas

Como Vasilica Baciu, quien a principios de la década de 2000 dejó a dos niños de nueve y once años en Rumania para trabajar en Italia como cuidadora y durante diez años solo logró verlos una vez cada 12 meses. La primavera pasada, con la ayuda de dos abogadas, Sonia Sommacal y Angela Maria Bitonti, Vasilica Baciu presentó un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos pidiendo que Italia y Rumanía respondieran a la inercia e indiferencia mostrada en el tema migratorio.

“Para Rumanía, las remesas de emigrantes son una aportación importante al PIB, –dice la abogada Bitonti–, e Italia, gracias a los inmigrantes, disfruta de una mano de obra flexible y de bajo coste. Pero los niños viven vidas suspendidas, sufren graves consecuencias como el abandono escolar, síndromes depresivos, hasta el suicidio. Esto es inaceptable”.

Liliana Nechita, que sigue trabajando como cuidadora mientras trabaja en una nueva novela en Italia, señala: “Hace años se iban los cuarentones, ahora muchos jóvenes cualificados se van de Rumanía. La mitad de la fuerza laboral se ha ido. La política debería considerar la emigración como una tragedia. En cambio, da la espalda y los pequeños y los pobres siguen siendo pequeños y pobres”. El sufrimiento de esos pequeños ya se ha convertido en materia para su novela. ‘Sindrome Italia. O delle vite sospese’ (Síndrome Italia o de las vidas suspendidas) de Tiziana Vaccaro se ha llevado incluso al teatro. Cuando por fin entre en la agenda política, será un gran día.

*Artículo original publicado en el número de abril de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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