Tribuna

Las guerrilleras que hablaban de amor

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Si puedo contar estas historias se lo tengo que agradecer a Gloria, a quien conocí por casualidad en Madrid, donde estudiaba lo que ahora se conoce como maestría en Ciencias del Trabajo Social. Me llamó la atención un papel publicado en un tablón de anuncios de la facultad que decía que una prisión buscaba voluntarias para visitar a sus reclusas extranjeras. Muchas de ellas tenían largas sentencias y estaban solas, sin familia ni amigos. Ofrecí mi disponibilidad tanto por la curiosidad de ver una prisión por dentro como porque estaba experimentando la vida en el extranjero y pensé que esas personas y yo teníamos algo en común.



La primera vez que hice una visita a una, nos dio mucha vergüenza a las dos. Hablamos de nuestros respectivos países, de la comida que echábamos de menos, de lo difícil que era para mí aprender español y lo difícil que era para ella entender la gramática y el vocabulario que se usa en Madrid, a pesar de que el español es su lengua materna. Fingí no notar el vidrio entre nosotras, ella nunca mencionó estar en prisión. Una vez que se rompió el hielo logramos incluso reírnos y antes de irme le pregunté si quería que volviera.

Para su sorpresa, regresé un par de semanas después. Lo hice porque detrás de ese cristal había descubierto que “detenida” no es un sustantivo, sino un adjetivo: no define la esencia de la persona, sino una situación que vive. Gloria, como yo, ha sido creada a imagen y semejanza de Dios y amada por Dios, independientemente de por qué había empezado a cumplir una condena de 15 años. Nos vimos durante más de un año, todo el tiempo que estuve en España.

Me habló de por qué estaba allí, de sus planes para cuando regresara a su país, nos contábamos nuestra infancia y mirábamos juntas las fotos de nuestras familias. Para su cumpleaños, obtuve permiso para llevarle una planta en una maceta, porque me había dicho que en la cárcel no había nada vivo. Todavía hoy pienso en ella cada vez que me encuentro en un espacio abierto o en la playa y le dedico lo que veo, porque la falta de horizontes en la cárcel era lo que más le hacía sufrir. Nunca hablamos de fe. Ella sabía que yo era religiosa, pero en nuestra relación se definió como agnóstica, pero espero que se sintiera, de alguna manera, amada.

Pertenencia a Túpac Amaru

Años después estaba viviendo en una villa miseria en Lima. Marina, una periodista amiga de un amigo italiano, vino al Perú por turismo y quería visitar a una mujer que cumplía cadena perpetua por su pertenencia a Túpac Amaru, un grupo guerrillero marxista-leninista que durante unos veinte años sembró el terror en el país. Tras obtener todos los permisos necesarios, la acompañé como intérprete a la prisión de máxima seguridad.

La agente nos acompañó a un pequeño edificio aislado, cerró la puerta principal y dijo que regresaría a buscarnos en tres horas. Miré a mi alrededor perpleja y confundida: en la sala había muchas mujeres charlando entre ellas, mientras dos mujeres bajaban las escaleras sonriendo y dándonos la bienvenida. Me llevó unos segundos darme cuenta de que una de ellas era la señora que buscábamos, que las otras mujeres eran presas y que no había personal penitenciario en el edificio.

Tenía miedo, pero no dije nada. Túpac Amaru era conocido por secuestrar a ciudadanos extranjeros para que se hablara de ellos en el extranjero. Fue una de las tardes más significativas de mi vida. Nos llevaron arriba, donde unas quince mujeres nos abrazaron y ofrecieron la comida que tenían guardada. Hablaban a la vez y estaban felices por la visita. Nos hicieron sentar en una celda y como no había sitio para todas, muchas se sentaron por el suelo y los pasillos.

Todas eran guerrilleras de Túpac Amaru, grupo al que se habían unido muy jóvenes. Hablamos mucho y lloramos juntas cuando nos hablaban de sus hijos confiados a abuelos y tíos que estaban creciendo sin ellas. Cuando hablaban de sus compañeros asesinados o condenados a cadena perpetua, a quienes nunca volverían a ver; de las vidas que habían quitado “porque era necesario”. Pregunté si les había valido la pena y si hubieran hecho lo mismo. Me respondieron que sí, que conservaban inamovibles los ideales que las habían llevado a unirse a Túpac Amaru.

Les resultaba muy curioso que yo fuera monja y me preguntaron qué me había llevado a esta elección. Hice un tremendo esfuerzo para elegir las palabras adecuadas con las que explicar la esencia de lo que soy a unas mujeres ateas convencidas. Nunca olvidaré lo que dijo una de ellas cuando terminé: “Ves, en el fondo no somos tan diferentes: tanto tus elecciones como las nuestras están guiadas por el amor”. Es evidente que entendemos el amor de otra manera, pero la experiencia de aquella tarde nos permitió “mirarnos” y “acogernos” como seres humanos a pesar de puntos de partida opuestos.

Trauma y resiliencia

He estado viviendo en Baltimore durante varios años. Entre otras cosas, con la iniciativa Alternatives to Violence Project workshops en el que hablo sobre cómo aplicar la resolución de conflictos sin violencia. Hace unos meses, junto con facilitadores que son reclusas, preparamos un taller sobre el trauma y desarrollo de resiliencia para las mujeres de la prisión de máxima seguridad de mi ciudad. Las reuniones preparatorias fomentaron una relación igualitaria entre nosotras, promovieron la confianza mutua y el compartir profundo que van mucho más allá de colaborar juntas en un proyecto. A continuación, el taller se llevó a cabo durante dos días.

Aunque la participación era voluntaria, al principio hubo vergüenza y reserva entre las participantes. Una de las reglas básicas de supervivencia en prisión es mostrarse siempre fuerte y “dura” porque mostrarse vulnerable, hablar de una misma, expresar sentimientos, sueños y miedos se interpreta como un signo de debilidad. Poco a poco, se fue rompiendo el hielo y durante el taller se compartieron historias muy personales. Se adoptaron estrategias propias y comunitarias para fortalecer la resiliencia y la autoestima.

“La chispa de Dios”

Sor Helen Prejan, la monja que trabajó toda su vida por la abolición de la pena de muerte, a menudo nos recuerda que todos valemos más que lo peor que hayamos hecho en nuestra vida.

Me sorprende, y es todo un regalo, esa intimidad que se crea entre las personas cuando lo que yo llamo “la chispa de Dios” se reconoce en el otro con apertura y sin juicio. Creo que mi misión como mujer consagrada es ayudar a las personas con las que me encuentro a reconocer y acoger su dignidad inalienable. No importa que adopten el lenguaje de fe o no: Dios siempre les ha amado infinita e incondicionalmente.


*Artículo original publicado en el número de mayo de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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