Tribuna

La vida y la muerte en la primera pandemia global

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El tiempo pascual celebra el triunfo de la Vida de Dios sobre la muerte del hombre en tiempos de la primera pandemia global. Esta pandemia es la primera que expresa plenamente el significado de la palabra griega, formada por ‘pan’ (todo) y ‘demos’ (pueblo). Designa una enfermedad que afecta a todo un pueblo. Por la globalización del transporte, el coronavirus se expande a todos los pueblos en la nueva ‘cosmo-polis’. Hay víctimas del virus en todos los continentes.



Muchas personas mayores mueren también en países con alta calidad de vida. Mueren solas, sin las caricias del afecto ni los signos de la fe. Nadie puede acompañarlas, no hay despedidas ni velatorios, los parientes no pueden llorar juntos, los duelos duelen más. Además, mueren médicos y enfermeras como mártires del cuidado. El Domingo de Pascua, en Italia, había 105 sacerdotes muertos. Profesionales de la salud y ministros de la fe somos parteros de este parto.

Las pantallas muestran imágenes desgarradoras en tiempo real. Recuerdan la visión del capítulo 37 del profeta Ezequiel: un valle lleno de huesos secos, una metáfora de la devastación. Escuchamos cifras de los que mueren: acá y allá, tantos por millón, por infectados, por habitantes.

Un conductor de ambulancia lleva a un infectado por coronavirus a un hospital estadounidense

El ‘world map’ de la Universidad Johns Hopkins actualiza las estadísticas. En el día que escribo estas líneas, ya son 170.000 los muertos. Solo sus familiares saben sus nombres, aunque no puedan ver sus rostros. Al mismo tiempo, medios y redes exhiben formas inéditas de colaboración solidaria.

Cuando un ser humano nace, todo es incierto menos dos cosas: hoy vive y un día morirá. Pero hay un abismo entre el brillo de los ojos del bebé y la evanescencia de la mirada del moribundo. Como tantos curas, en más de cuarenta años acompañé a morir a muchos. La luz de sus ojos se fue apagando antes de que se cerraran. Entonces, la mirada anticipó la partida.

Hay muchas formas de muerte, del hambre a las enfermedades, de la guerra a las drogas. El año 2020 trajo otra cercanía con la muerte que causa angustia y miedo porque puede llegar de golpe por un contacto fugaz. El poder letal del virus invisible expone que somos vulnerables. Debemos cuidarnos y cuidar. Nadie es un dios. Todos somos mortales. La muerte nos hermana.

La juventud, símbolo de esperanza

En esta epidemia, los niños y los jóvenes están más protegidos de la muerte. Pueden mirar más lejos para cuidar de la familia humana y de nuestra casa común. La juventud es símbolo de esperanza. El joven tiene más futuro que pasado. Está abierto al porvenir, aunque hoy muchos sientan incertidumbre y temor. La infancia también es icono de esperanza, incluso en Argentina, donde la mitad de los chicos esté bajo el umbral de la pobreza. El niño es el arquetipo de una esperanza sin límites. En cuanto estructura simbólica permanente de la existencia, la infancia mantiene vivo el sentido del ser como don y dispone a recibir lo que se espera con confianza.

En su extenso poema ‘El pórtico del misterio de la segunda virtud’, Charles Péguy presentó las tres virtudes teologales con figuras femeninas: la fe como esposa, la caridad como madre y la esperanza como niña. Muchos, siendo pequeños, fuimos sostenidos por los brazos de personas grandes; siendo mayores, levantamos entre dos a un niño frágil que empujaba hacia adelante. Para el poeta, las hermanas mayores llevan a la pequeñita y, a la vez, son movidas por su fuerza. La esperanza las arrastra con su vitalidad. La ‘niñita esperanza’ asombra porque ella sola, en situaciones críticas, hace que los seres humanos esperen que las cosas pueden mejorar. Padres y madres trabajan por sus hijos e hijas movidos por la esperanza. Ella es paradójica: halla fuerza en la debilidad y grandeza en la pequeñez. Es coherente con la fe en un Dios que, siendo Máximo, se hizo Mínimo del pesebre a la cruz y sigue presente en los más pequeños. (…)

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